Mi vecino del tercero es un hebefrénico. En estos momentos puedo imaginármelo en calzoncillos, mediada la botella de whisky, meneándose delante del espejo a costa de Bruce Springsteen. Suena The river, pero antes lo hacía Born in the USA, lo cual indica que se halla en uno de esos episódicos arrebatos de épica doméstica a la que nadie del vecindario es ajeno. Le gusta hacerse oír y acostumbra a cagarse en mis muertos después de saludarme en las escaleras. Yo aviso, porque cualquier día de estos me golpea con un extintor y aparezco, lívido –es decir, amoratado-, en mi última actuación final: retorcido como un pajarito frito en el rellano de mi casa, con esa armoniosa estampa que ofrecen los muertos aún jóvenes.
Es un caso este vecino mío.
Le perdono con soberbia indulgencia, como lo hacía Ralph Fiennes en La lista de Schindler, como un pantocrátor pagado de mí mismo. O como un narcotraficante mexicano: Pinche, cabrón: ahí te mato.
Así que me bajo con Bonnie un rato a Er Güishi, para dejar de escuchar las evoluciones etílicas y musicales del susodicho. Y allí, durante un par de horas, hablo con P. le Grand y Sigurd. Y me lo paso bien, muy bien.
Es un caso este vecino mío.
Le perdono con soberbia indulgencia, como lo hacía Ralph Fiennes en La lista de Schindler, como un pantocrátor pagado de mí mismo. O como un narcotraficante mexicano: Pinche, cabrón: ahí te mato.
Así que me bajo con Bonnie un rato a Er Güishi, para dejar de escuchar las evoluciones etílicas y musicales del susodicho. Y allí, durante un par de horas, hablo con P. le Grand y Sigurd. Y me lo paso bien, muy bien.
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