lunes, 21 de mayo de 2007

En torno a Céline

“Casi todos los hombres no mueren más que en el último momento; hay algunos, en cambio, que comienzan a debatirse frente a la muerte con veinte años de anticipación, y a veces más. Estos son los desgraciados de la tierra”.
Releyendo a Céline en Ibiza, tumbado en la cama de mi cuarto, este fragmento parece una exageración, porque no parece que nadie vaya a morirse en esta isla. Suave es la noche aquí. Alzo la mirada del libro, las risas me alertan. Son las pijas con sus pareos volviendo de la playa de Las Salinas. De pronto, me encuentro ridículo. Aquí estoy, leyendo Viaje al fin de la noche mientras hay un mundo ahí fuera, lleno de risas, de cuerpos. Y yo sigo aquí, ridículo pasmarote, fija la atención sobre un libro deprimente. Qué extraño todo. Hacía tiempo que no me cercaba la soledad. Típico de mí sentirme así en los rincones felices del mundo. Ibiza no se parece a mí.


Las pijas parecen recién venidas al mundo, tal es su prístina apariencia. Las pijas tienen cuerpecitos insustanciales, blandos, apenas jaleados. Una que se llama Alicia y que se cree muy guapa –y lo es-, rabia que te rabia porque no le hago caso. Estas chicas, reflexiono, necesitan que les presten atención. Yo finjo que me interesan sus vidas, sus viajes a Gstaad, sus amores municipales. Cuando me miran, tengo la sensación de que examinan hasta el último poro de mi piel, buscando no sé que de raro en mis trazas, en mis palabras neutras. Me siento feo a su lado, yo, que de niño me alimenté con blevitt cinco cereales.

Los pijos revolotean alrededor de las pijas como pichones amaestrados. Doy con un ejemplar verdaderamente notable. Es de esa rara subespecie de pijos que simula tener esa extraordinaria disposición de la gente de mundo. Afirma ser fotógrafo, y esa es su perdición. Por la pinta podría parecerlo: bien parecido, melenita, huesudo y ese aire de elegancia despreocupada que tan bien les cae a los fotógrafos que salen en las películas. Por lo demás, bastaron dos, tres preguntas para hacerme una idea de la clase de fotógrafo que decía ser.

Un fotógrafo gallardo y postinero.

Claro que los pijos tienen trabajos importantísimos. Si trabajan en un banco, te dirán que se dedican a operar con capitales extranjeros, fondos y opciones. Son carismáticos como sólo puede serlo un cortesano y siempre quieren impresionarte con alguna anécdota ingenua, cargada de esa rancia emotividad que ponen siempre a sus cosas. Los más eran pijos que viven con sus padres en La Moraleja, de esos que van al club de golf y no se pueden creer que vivas con cuatro perras en Lavapiés. A los traidores de clase, a los que una vez vivimos en el barrio Salamanca, pero hemos desertado para engrosar las filas del lumpen proletariat, se nos tiene poco menos que por fracasados. Aunque no faltaba el pijo de Lagasca, muy repeinadito, que estila zapatos con borla (marca Sebago, y que se note bien) para trotar con su bien encerado barbour por los garitos de la Castellana. Estos últimos los tengo muy conocidos y los adoro. Lo que a uno le revienta (y uno tarda en reventar) es esa dicha en la mirada, ese brillo entre aburrido y feliz que los señala como criaturas exquisitamente mundanas.
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Regreso de Ibiza, de Eivissa, con la sensación de haberme perdido muchas cosas. Me prometían una estancia dionisíaca y me encuentro con todas las amigas de mis primos, señoritas de atención disipada, gatitas sin pedigrí a las que he observado con escandalizado asombro. Yo, que no soy ni muchos menos un moralista, me debo a las circunstancias y explicar cómo han sido estos cinco días. Mal comienzo: me dejo las gafas de sol, me dejo el bañador, me dejo el jodido traje de ojo de perdiz con el que pensaba asistir a la boda de mi primo T. Es decir, me olvido de los propósitos de un viaje que ahora se me antoja fútil, irritante. No digo que no lo haya pasado bien. Me refiero a que no he podido compartir con nadie mi descubrimiento de la isla, mi redescubrimiento de la estupidez humana en todos sus aspectos.
Ya se sabe que a las pijas no hay nada que más les guste que un chaval educado en la más exquisita fatuidad. Hablo de esa especie de pijas que se refieren a sus amigos con nombres y apellidos. “¿Has visto a Carlitos Oriol?”, pregunta una, calzados sus ternísimos pies con sandalias enjoyadas. “Ay, pues no, hija, creo está en esa cala tan mona de San Rafael”, responde la otra. Y este diálogo, que podría parecer escrito por Alfonso Ussía, se repite durante los cinco días que dura mi estancia. Las pijas se repiten mucho y he ahí la gracia de sentirte pijo, porque a los pijos les cuesta muchísimo escuchar a los demás. Hablo de los pijos que tienen novias que no trabajan (el dios católico las libre), los pijos que presumen de viajes, los pijos que sonríen por todo, porque la gravedad se sanciona con el ostracismo social.
El principio de incertidumbre de Heisenberg puede aplicarse a la antropología del pijo. Es decir, no podemos estudiar aquello que estamos observando porque al hacerlo estamos manipulando la realidad. Pero yo les juro, lectores dilectos, que he hecho lo posible por no entrometerme entre la realidad y los pijos, los pijos y la realidad. He permanecido calladito y he tomado buena nota de todo lo que les ha acontecido. Conclusión: mola ser pijo, te lo juro de verdad.
Del Diario de un muchacho de regular fortuna.

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