A Monsieur Verdeaux uno no le deja de encontrarle talentos. Entre ellos, cabría sugerir, el de estadista nictálope y, sin proponérselo -de refilón-, dibujante maudit. Sus coños macilentos habrían conseguido la aprobación de Huysmans, pero también de Schiele y hasta del mismísimo Picasso, erotómano deliciosamente inmoral al que uno, en fin -soy tan buen chico-, no le deja de encontrar cierta malignidad.
Monsieur Verdeaux es un elegante amoral que ha renunciado a jugar con las cartas marcadas. Con P. le Grand, gran admirador de Céline –juzguen por su tatuaje-, uno puede desmadejar una conversación hasta altas horas de la madrugada, con esas dosis de complicidad que no siempre tiene que ser canalla. Uno aprende más de ellos por lo que saben callar que por lo que dicen. Y eso es bueno para todos aquellos que incurrimos lamentablemente en la charlatanería.
Repaso sus ilustraciones y encuentro tenebrosos ángulos donde surge un eros grotesco, entre alucinado y quevedesco, que invita al repaso de ciertos maestros: ahí tienen, por ejemplo, el Adán y Eva, de Durero, al que sé que admira. Monsieur Verdeaux, pese a su seudónimo, hace patente su línea más germánica en los escorzos ginecológicos de ciertas mujeres a las que les ha abandonado la belleza, pero aún retienen la impronta que esta deja en los pliegues de sus carnes flácidas. Incluso se permite ciertas licencias: bondage a la japonesa, en su variante menos cómica.
Claro, el mundo es su Gran Guiñol privado para este gondolero que navega por los turbios canales de su imaginación y en cada singladura nos trae un pequeño souvenir del País de lo Bizarro.
Monsieur Verdeaux es un elegante amoral que ha renunciado a jugar con las cartas marcadas. Con P. le Grand, gran admirador de Céline –juzguen por su tatuaje-, uno puede desmadejar una conversación hasta altas horas de la madrugada, con esas dosis de complicidad que no siempre tiene que ser canalla. Uno aprende más de ellos por lo que saben callar que por lo que dicen. Y eso es bueno para todos aquellos que incurrimos lamentablemente en la charlatanería.
Repaso sus ilustraciones y encuentro tenebrosos ángulos donde surge un eros grotesco, entre alucinado y quevedesco, que invita al repaso de ciertos maestros: ahí tienen, por ejemplo, el Adán y Eva, de Durero, al que sé que admira. Monsieur Verdeaux, pese a su seudónimo, hace patente su línea más germánica en los escorzos ginecológicos de ciertas mujeres a las que les ha abandonado la belleza, pero aún retienen la impronta que esta deja en los pliegues de sus carnes flácidas. Incluso se permite ciertas licencias: bondage a la japonesa, en su variante menos cómica.
Claro, el mundo es su Gran Guiñol privado para este gondolero que navega por los turbios canales de su imaginación y en cada singladura nos trae un pequeño souvenir del País de lo Bizarro.
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