miércoles, 9 de mayo de 2007

Un muchacho de regular fortuna


Si pudieras observar algunas de mis fotografías, verías que me cuesta sonreír. No soy un tipo triste –puedo reírme por dentro-, pero la verdad es que no me sale. Por eso suelen decirme que parezco un chaval demasiado serio o, como dice mi abuela, tengo cara de zangolotino. Después de consultar la palabra en el diccionario, uno no sabe en qué quedarse, aunque me gusta pensar que soy algo más que un zascandil.

Me gustan los insultos antiguos, como zascandil o zangolotino. Suelo anotarlos en una libreta negra que el verano pasado me regaló mi tío Gunter. De joven quiso ser escritor y por eso quizá no se olvida nunca de enviarme libros al internado.Hay mucha diferencia entre soltarle gilipollas a un tío que sugerirle, por ejemplo, que es un cuelgacapas.

Mi tío Gunter es un buen tipo y dice que no escribo mal, que una vez le hizo gracia un poema que escribí en la última página de un cuaderno de matemáticas. Se lo había dedicado a una chica llamada Lucía, pero nunca me hizo caso. Mi tío dice que es bueno que siga escribiendo, que es una actividad muy noble que fascina mucho a las mujeres. Algo he leído sobre los poetas bohemios de hace un siglo, pero a mí lo de escribir no me está dando resultado. Quizá son estos granos que desde hace un año se extienden por mi cara y me hacen sentir fatal. Joder, cómo envidio a todos esos que tienen la piel perfecta y brillante. Y no aguanto las bromitas al respecto. Bastante acomplejado me siento cuando todas las noches me toca echarme crema por toda la jeta.

Aquí, en el internado, hay gente que lo tiene peor que yo. A Santaella lo llaman Caracráter porque tiene la cara hecha una pena, con granos abultadísimos y de las más variados colores. El otro día andaba rascándose y, sin querer, se le estalló uno. Fue terrible cuando un chorro de sangre negruzca salió disparado hacia la camisa de Bárbara, una de las guapas oficiales. La pobre se puso a gritar del asco que le daba. La escena fue cruel, todos ahí riéndose de Santaella, de la Santa Paella, como también le llaman. A este paso pienso que el pobre acabará suicidándose en las duchas del pabellón. Un día fijo que lo encuentran ahorcado con la corbata. Pero fijo. Hay mucho cretino que se lo pasa de miedo jodiendo al personal.

Mi abuela dice que no me preocupe. No sé si fiarme. Asegura que si me lavo todas las noches con una pastilla de jabón azufroso los granos desaparecerán. No sé si fiarme. Ahí la tengo, en el neceser, esperando refrotarse contra mi acné. Yo pienso que esta situación es pasajera y todo acabará por solucionarse. Además, pienso que hay chicas majetonas a las que no le importa una cara como la mía, aunque de momento no he tenido mucha suerte. Tengo amigas, pero siempre se las ingenian para convencerme que soy un buen amigo, un tío legal, aunque luego se enrollen con tipos imbéciles mucho menos legales que yo. No sé que pensar de todo eso. Quizá vaya mejorando con la edad y me convierta en un chico interesante. Al menos no estoy gordo y mi expresión no es del todo estúpida. Ya digo que tengo una cara un poco seria, pero nada más. Creo que lo importante es trabajar la personalidad y convertirme en todo un tipo.

El internado suele gustarle a los padres cuando lo visitan. Pueden comprobar que sus queridos vástagos viven en el mejor de los lugares posibles. Cuando ven las canchas de tenis o la pista de atletismo piensan que, además de estudiar, van a convertirse en grandes deportistas. Todo parece muy limpio, muy en su orden, sensacional. El primer día el novato también queda impresionado por la cantidad de chorradas que, ingenuamente, piensa que va a disfrutar. A los pocos días se da cuenta que le han engañado tanto a él como a sus padres: no existe ninguna cuadra con caballos y las clases de esgrima que tanto le llamaban la atención son actividades imaginarias. A principio de curso siempre hay algún D´Artagnan que anda preguntando dónde puede apuntarse para lo de la esgrima. A ese siempre lo enviamos al despacho del prefecto, quien suele explicarle que se ha confundido. Y si, por alguna razón, el chico menciona que lo ha leído en la publicidad del periódico o en los folletos que envían en verano a las familias, le dirá que se trata de un error de impresión. Todos los años siempre hay errores de este tipo, todos los años hay algún imbécil que se lo cuenta a sus padres. Pronto empiezas a desengañarte y a pensar que todo es un timo. Al mes siguiente, tras la primera evaluación académica, uno también se da cuenta de que está rodeado de tipos de la peor calaña.

¿Por qué estoy aquí? Esa pregunta me la he hecho millones de veces, todos los días desde el primero que entré. A veces pienso que simplemente dejé que ocurriera. Otras, cuando apagan la luz y no puedo dormir, que a mi familia no le quedaba otra, que la había cagado y ya era tarde para montar el numerito. En realidad, no importa mucho dónde esté. No soy el principal problema para mi familia. No ahora. Las cosas andan un poco liadas y, aunque no sé bien que va a pasar, tengo la impresión de que la cosa es bastante fuerte. A veces intento hacerme a la idea que voy a pasar aquí el resto del bachillerato. Si no consigo deprimirme, es porque todo esto me parece nuevo y, por el momento, las cosas no me van del todo mal.

Aún recuerdo la primera noche porque estuve a punto de ponerme a llorar en mi litera. Yo ocupaba la cama de abajo y, mientras pensaba en los desconocidos con los que compartía habitación, me hundía solitario en el colchón. Hasta entonces nunca me había sentido tan abandonado, tan lejos de todo lo que hasta entonces había conocido. Abría los ojos, pero la oscuridad lo cubría todo. Sólo si miraba a la puerta abierta podía alcanzar un poco de claridad. Pronto supe que nos vigilaban, que alguien recorría de un lado a otro la enorme galería, hasta que todos nos dormíamos. Lo hacían silenciosamente, de una forma que me recordaba a los asesinos enmascarados de las películas de terror. No sé cómo explicarlo, pero noté que hacían con gusto aquel trabajo de carceleros. Entretanto, me preguntaba por qué estaba allí y quién era el individuo que tenía arriba y por qué no paraba de menearse rítmicamente, aunque poco después lo supe y se me quitaron las ganas de llorar, y me quedé dormido.

Aquí, como en cualquier otro colegio, sólo se juega al fútbol, deporte que detesto con todas mis fuerzas. El futbolista tiene algo de tonto hábil, de animal amaestrado, porque no entiendo cómo puede haber un deporte que se juegue con los pies. En general odio el deporte, pero ninguno me asquea tanto como el fútbol.

El profesor de gimnasia se llama Esteban y puedo asegurarte que soy su peor alumno. Se ha acostumbrado ya a mis fingidas lesiones físicas, mis esguinces, mis fiebres, mis dolores de tripa. Siempre he pensado que los profesores de educación física son unos fracasados. La mayoría tratan de enseñarte lo que ya no pueden hacer porque son demasiado tripudos. Cómo fiarse de alguien que te pide que saltes sobre el plinto si la imagen que ofrecen es de patética gordura y oxidada flexibilidad. Esteban, por el contrario, está en perfecta forma. Me recuerda a Maradona cuando marcaba goles, quizá un poco más bajo, pero con los mismos rizos. No conozco a nadie que tenga tantos chándales. Los tienes de los todos los colores y, quizá por hábito, los lleva como si fuesen trajes de marca, como un dandi del olimpismo. Nada me gusta más que colocarme a su lado cuando me riñe, mirarle desde mi inaccesible altura y hacerle creer que soy un patoso. Creo que se da por aludido, aunque no pierde la esperanza. Siempre me está diciendo que tengo unas aptitudes excepcionales, que soy muy veloz, pero –ese es el problema, muchacho- me falta voluntad. Eso es verdad. Voluntad no tengo ninguna. Y sudar me parece una cosa horrible.

Me he escaqueado hoy de todas las clases. Estoy fingidamente enfermo, aquí en mi cama. No iré a clase de gimnasia. Ya voy por la tercera, son las tres de la tarde. Ya me vienen las ganas. Ah, queridas amigas mías…

Del Diario de un muchacho de regular fortuna

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