lunes, 28 de mayo de 2007

Un viejo amigo


“El hombre desea convertirse en macho dominante. Mira a tu alrededor” –me dice, extendiendo el brazo. “¿Crees que no deseo copular con el mayor número de mujeres de este lugar?”

No le respondí nada. Preferí seguir escuchando su discurso, una mezcla de nihilismo autocompasivo y agresiva teoría social con el que trataba de justificar su cáncer emocional. Era un tipo discretamente amargado que hacía un año se había separado de su mujer y a la que se suponía ya había perdonado.

Ella ganaba más que mi amigo, ya que su ascensión laboral fue progresiva y ascendente. Comenzó como telefonista en una empresa de telecomunicaciones. Pasaba diez horas al día resolviendo lo que se conoce como incidencias. La llamaban tipos con problemas diversos, habitualmente técnicos, que resolvía a través de unos complicados diagramas de flujos que explicaban los pasos que debía seguir el cliente. No era nada complicado. Sólo en pocas ocasiones la mujer de mi amigo tuvo que improvisar soluciones no específicas. Así, en pocos años consiguió convertirse en directora regional de su empresa.
¿Era entonces una cuestión de dinero?

Mi amigo era demasiado perezoso, demasiado indiferente para sentirse acomplejado por el insondable abismo económico que los separaba. Como redactor en la versión digital de un conocido diario de economía, mi amigo tenía un sueldo mediocre y poca relevancia social. Ella, en cambio, parecía que tenía un futuro prometedor y un sueldo absurdamente alto. Un año después de contraer matrimonio, su relación se fue a pique después de descubrir decenas de conversaciones que mantuvo en un chat con una chica que se hacía llamar Kreia.

Mi amigo, al que advertí en su día del peligro que podría correr, olvidó borrar los archivos de registro del programa que empleaba para perpetrar sus infidelidades.

−Aunque nunca la vi en persona, aquello fue peor que si me hubiese pillado con ella en la cama. Nuestra relación sólo había durado un mes, pero el contenido de aquellos archivos era irrefutable. Había contado con pelos y señales todas las miserias de mi vida con ella, me quejaba de sus manías y esa forma de humillarme todos los días con mis fracasos. Dejé de dibujar, que es lo único que de verdad me ha interesado. Dejé de ver a los amigos. Todo por ella. Y luego va y me pilla hablando con una tía a la que sólo he visto en fotos.
Aquel suceso, comentaba con resentimiento, fue la excusa perfecta para que la pudiera abandonarlo sin culpa. Su fracaso, que en cierta manera era el mío, estaba acabando con su vida. Había perdido peso, pero su aspecto desfondado, su evidente desaliño mostraban los signos de una recuperación lenta y difícil. Llevaba un año sin follar y eso, insistía, le parecía insufrible.

Según su teoría, los grandes perdedores de nuestras sociedades son perdedores sexuales. Dinero, poder, éxito, amistades… Todo los dones que nos puede ofrecer la vida sirven para un único fin. “Somos así de primitivos, porque todo se reduce a eso, convertirse en el macho dominante de la manada”.

Ya había leído algo parecido a eso en Ampliación del campo de batalla de Houllebecq, sólo que ahora, cara a cara con mi amigo, aquella extraña teoría etológica cobraba un sentido más personal.

−Mírame. ¿Qué crees que me depara el futuro? Tengo treinta y ocho años y ya no me quedan fuerzas. No he conseguido nada. Miro a mi alrededor y sólo veo niñatos que lo pasan mucho mejor que yo. Cuando alguna noche me animo y salgo de copas, me doy cuenta que no tengo nada que ofrecer. Sé la impresión que produzco, sé que, cuando alguna chica me mira, me descarta inmediatamente. Tengo un convincente rostro de fracasado y las mujeres, ya lo sabes, huyen de los de mi especie. Al menos aquellas chicas que podrían interesarme. Nunca he sido guapo y tú me conoces. ¿Me has visto alguna vez con chicas poco atractivas? Pues no me queda otra. A partir ahora, acostúmbrate a verme con chicas que avergonzarían a los gorilas.
Por supuesto, traté de convencerle de lo contrario, ofrecerle otra perspectiva, aunque sin mucho convencimiento. Dijera lo que dijera, aquellos pensamientos eran el resultado de una lenta y minuciosa destilación de los negros humores de su experiencia. Poco había que hacer. Yo traté de explicarle que en estos casos es peligroso postular teorías sobre el mundo cuando uno está en horas bajas. Corres el riesgo de distorsionar la realidad, insistí.

Pero para eso están las teorías, para huir de la infelicidad, que en mi caso es progresiva y sistemática. Lo peor de todo es que, venido el caso, no sería capaz de suicidarme. No sería necesario. Sé que puedo tragar más mierda, porque comprendo que mi caso no tiene ninguna relevancia. No es trágico. Sólo tengo que ir dejándome consumir, muy despacio, como Bartleby el escribiente.
No lo decía en serio. Desde nuestra época de estudiantes, sabía que su principal defecto o virtud –según las circunstancias- era su extrema capacidad para adornar con literatura cualquier acontecimiento de su vida. Sensible en extremo a los encantos retóricos de sus escritores favoritos, mi amigo era incapaz de reconocer que la realidad no se teje con palabras precarias. Así fue viviendo, como un difuso personaje sobre el teatro de sus propias confusiones, y hasta allí había llegado en su torpe carrera como segundón de novela. Lo extraño es que nunca hubiese intentando escribir aquellas chaladuras suyas, plasmarlas sobre un papel como otros lo habían hecho.

- No, nunca podría escribir nada de lo que me sucede. Lo dijo Gil de Biedma, aunque con otras palabras: no quiero ser poeta. Prefiero ser poema.

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