martes, 24 de abril de 2007

Diaristas a media tarde


Sustituyo a Sigurd un par de horas, de tres a cinco, un lunes. Es un turno tranquilo, pero cualquiera sabe. Er Güishi suele tener días maníaco-depresivos y, por lo tanto, puede entrar de pronto una horda de estudiantes camastrones y joderte un inspiradísimo instante de vagabundeo mental. Afortunadamente, no ocurre nada de esto. La clientela entra y sale con fluidez, salvo por dos chicas habituales que se pasan dos horas escribiendo lo que, intuyo, puede ser un diario.

Yo miento sistemáticamente en todos mis diarios. Jamás he sido capaz de cumplir con los rigurosos controles burocráticos que uno debe establecer consigo mismo. Para empezar, en España, hasta hace muy poco tiempo, apenas se publicaban diarios. Los más leídos en este país deben de ser los que viene escribiendo Trapiello desde hace años y que cumplidamente publica cada año (con un desfase de cinco años desde lo vivido). Es un tipo de diario literario absolutamente personal, machadiano y con ese punto justo de mala baba que lo convierten, sotto voce, en crítica de costumbres o libelo difamatorio (cuando se ensaña con un personaje de la vida literaria). Los míos siempre me han quedado excesivamente existencialistas, quizá porque en mi caso no he necesitado nunca la pose de literato en ciernes al que le invade el ennui paseando por las orillas del Sena.

Si estaría dispuesto, vencidas un par de décadas, ponerme a escribir sobre lo recordado. Pero cumplir día a día con mis menudencias, eso sí que no. Uno debe reconocer que su vida no da mucho de sí.

Las mujeres, que están más acostumbradas a traficar con sus propias emociones, parecen que son capaces de sostener el frágil equilibrio del diario. Lo pueden hacer en cualquier momento, como ayer lo hacían estas dos chicas, con ese misterioso ritual que consiste en sacar la libreta, sostener con cierta gracia un bolígrafo y contemplar sus musarañas interiores con perfecta -y casi diría estética- convicción.

La gente de Er Güishi es muy leída. Es muy habitual en su interior el intercambio de libros, cuando no de opiniones. Y es también muy escribidora. A media tarde es el momento perfecto: la luz, cambiante, entra en el interior con esa gracia de película independiente, a la que suele acompañar una música a tono, generalmente ecléctica, actualizada, pero sin ser forzosamente cool. Ayer, por hacer la prueba, quise ayudarles a entrar en el trance de la escritura, ya que las veía mirar demasiado por la ventana, así que les puse uno de los melancólicos discos de Sigur Ros. En seguida volvieron a sus oceánicas corrientes interiores, con armoniosa entrega a su trabajo. No quiero decir que esto realmente pasara así, sino que me gusta imaginármelo.

Una de ellas, la de la esquina, parecía más concentrada. Me habría gustado penetrar en su secreto, escuchar la voz con la que se habla cada día, pero conozco el caso de un amigo que violó la intimidad de una novia y le salieron unos cuernos de florida e infiel prosa que aún debe llevar con vergüenza. Me alejo, pues, de estas pretensiones y me limito a imaginar un probable pasaje:

En fin, chica, parece que por fin lo hemos conseguido -me imagino que emplea la primera persona del plural, variante esquizofrénica-. Ya hemos montado la obra con los chicos de la sala Triángulo. Me encanta la agudeza de Miriam, sobre todo porque ha demostrado ser una directora comprensiva, aunque no acabe de gustarme la idea de que en el último acto, después del genocidio intrauterino, tengamos que bailar una polca atadas a unas poleas. Creo que debemos de alejarnos del hembrismo castrador y apostar por un teatro menos sofisticado, donde puedan escucharse todas las voces.

Por cierto, Raúl, siempre tan mono, me ha traído el libro de Artaud del que me habló en el ensayo anterior. Lástima que siga emperrado en seguir con su novia. Si no fuera porque mi chico aún vive en mi casa, me lo subía una tarde para que me hiciera un buen pespunte.

Y qué decir de mi madre, la pobre. Anoche me llamó angustiada porque papá la llamó a última hora. Tiene mucho trabajo, me dice, pero yo sé que está con otra. En fin, yo no sé qué quiere, si comprobar, efectivamente, que está con una golfa, o aliviar su aburrimiento con teorías conspiratorias. A papá, la verdad sea dicha, no le veo yo muy cristiano, con esa cara de bobo que se le está poniendo. Esta cada vez más pavisoso y ya no se arregla tanto como antes…


lunes, 23 de abril de 2007

El payaso y la canéfora


A Monsieur Verdoux le he tratado poco. Como no hemos coincidido en el mismo turno, a uno le cuesta verlo como un compañero. Detrás la barra, Monsieur Verdoux es todavía más alto, con esa simpática gallardía de gondolero veneciano o bohemio de Montparnasse, según el día. Esto es así no tanto por su afición a llevar camisetas de marinero como por el parsimonioso y cortés trato que establece con los clientes. Quién sabe, quizá algún día las guías de su bigote de actor de cine mudo nos indiquen lo contrario, y se nos muestre como un seductor bastante apañado, dados los tiempos que corren. En cualquier caso, Monsieur Verdoux esconde más de lo que en principio uno podría pensar. Para empezar se considera a sí mismo un clown. Ignoro si, como reza la tradición, esconde algo triste en su pecho enorme o si, desmitiéndola, sólo guarda el alma alegre de un vividor buenazo. Cualquiera sabe. Es distinguido, valiente y, cosa rara, muy modesto.

Cuánto le gustaría a Lavapiés parecerse a Montparnasse, a Monmatre. Ayer, ya digo, lo parecía. Estuve con unos amigos en el solar de la calle Olivar, a media tarde. No menos de un centenar de personas reunidas para hablar del libro Mundo Lavapiés, editado por ese osado editor llamado Julian. El libro, un centón de textos y fotografías, ha recibido una buena acogida. Durante la mesa redonda, me entero de lo que es un novísimo.

Yo creía que los novísimos eran aquellos poetas entre pijos y cultos de la Barcelona de los setenta, pero resulta que el novísimo, en Lavapiés, es el pijo recién llegado con todo su pijerío: su coche pijo, su casa pija, sus bares pijos y, por supuesto, una novia pija que lleva las perlas de mamá. Eso, me entero, es un novísimo.


Hubo una época en que yo era pijo. Llevaba unos Pepe con las perneras huecas y elevadas, polo de Ralph Lauren y una actitud de zangolotino de barrio en la posguerra. Hoy me considero un desclasado, así que mis amigos y yo no nos damos por aludidos. Alguien, sin duda, se estaba refiriendo al portavoz de cierta conocida asociación que habló del barrio en términos de orden, limpieza y tranquilidad.

Se conoce como gentrificación al proceso que experimenta un barrio cuando a su vecindario acuden las clases medias a vivir, desplazando a las clases inferiores de su anterior y natural entorno. Pasa en todos los lugares del mundo y puede estar pasando en Lavapiés. Yo, en cualquier caso, no sabría explicarlo. Pasan tantas cosas a nuestro lado que no vemos…

Pero hay cosas dignas de ver. Ayer, en la reunión, se me acercó una señora senegalesa. Venía sola, con respetuosa timidez, envuelta su cabeza en el hiyab, y me preguntó si podía pasar y escuchar. Yo, claro, le dije que sí. Con una sonrisa bondadosa, ocupó una silla y, muy quieta, permaneció callada. Estuvo casi una hora. Ya cuando se marchaba se acercó a mi amigo F. y le susurró algo como:

- Adiós, tengo que volver a mi pueblo.

Al contármelo, la imagen que me vino a la cabeza fue la de un camino pedregoso y reseco y ella, como una moderna canéfora, portando en su cabeza el agua de la necesidad. Su pueblo, el de verdad, tiene que estar muy lejos. Hasta es posible que ya no exista o vaya a verlo más. Pero ella dijo “su pueblo”, el de aquí, que podría ser el nuestro y, por tanto, el de todos.

El hortera


Conversando con Madame M. sobre la elegancia, me animo a rescatar un lejano texto que bien podría resumir parte de lo que hablamos:

La elegancia, afirma Carlos Pujol, siempre es antigua. La elegancia se tiene o no se tiene o, en el mejor de los casos, podemos advertirla, nunca nos es mostrada directamente. En el vestirse, mostrarse en exceso confirma nuestra desnudez esencial. Por eso sorprende la apariencia de algunos pisaverdes vestidos a la última. Acaparan todas las estridencias posibles para demostrarnos, precisamente, que nosotros no somos elegantes. Si visten de estreno, peor, porque confirman sus vanas preocupaciones: esa arruga insoportable en el pantalón que en vano tratan de rectificar, la mancha que afea el empeine de unos zapatos descarados, la amistosa pelusa que se aposenta en la manga de la camisa. Así van construyéndose una elegancia torpe y arrogante que los convence de su superioridad metafísica.
Ayer, jueves de primavera, se paseaba por la calle con la airosa cadencia de un macarra. Americana blanca, camisa negra, tejanos ajustados, zapatos blancos de punta…Un caso. Su anatomía, muy similar a la de los grandes simios africanos, mostraba todas sus limitaciones: cogote nervioso, manos brutales, piernas zambas que parecían avanzar a toque de corneta. Iba de estreno.

Los dandis ingleses jamás estrenaban un traje.

Compromiso


Recibo un emilio de Mr. Brody. A parte de felicitarme por el blog, me envía un poema. Lo cual me recuerda que debo crear una cuenta de varios usuarios para que cualquiera pueda escribir en él. Ahí va el poema, como un montera que nos brinda nuestro el mejor profesor de literatura de Er Güishi:

He liado mis sueños en papel de fumar.
Les he puesto boquilla de reales cadencias
para que al ser quemados exhalen las esencias
de todo aquello INDIGNO que no quise luchar.

He puesto mis miserias en piras de desidia,
les he prendido fuego con chispa de ilusión...
Para que al ser cenizas no tengan la ocasión
de despertar en otros la llama de la envidia.
Y cuando el sol se pone sentado frente al mar...
Lloro por todo aquello que no quise LUCHAR.

Despierto entre los gritos de cuerpos desmembrados
de jóvenes ideas que quise realizar.
Que espero que salpiquen los sueños más callados
de todos los INDIGNOS que no quise luchar.

He elegido el siliencio como respuesta activa.
A los que su bajeza no parar de gritar.
que sea mi indiferencia la fuerza radioactiva
que alumbre sus conciencias y les haga pensar.
Y cuando el sol se pone y salgo a la deriva...
RECUERDO todo aquello que no quise luchar

Ya no disfruto viendo de noche las estrellas.
E incluso la belleza me empieza a molestar.
Cuánta gente no puede mirarse nunca en ellas...
PORQUE hubo tantas cosas que no quise luchar

No acuso con el dedo, y bajo la mirada.
A nadie exijo nada, ni quiero reprochar.
Ya sé que este lamento no vale para nada...
PUES SOY EL MÁS INDIGNO QUE NO QUISE LUCHAR.

jueves, 19 de abril de 2007

Chess boy


A., el camarero de las mañanas, se llamará a partir de ahora Sigurd. En esto tiene que ver la posibilidad de que las iniciales quizá estén ocultando aquello que en mi ánimo no deseo disfrazar. También con la evidente, pero no está de más señalarlo, estirpe de la que procede. A partir de ahora, rebautizaré con nombres inventados a los muy reales personajes que frecuentan Er Güishi. No quiero que nadie piense que esto es una novela en clave o el diario de Andrés Trapiello.

Sigurd es un vikingo de Valladolid, no sé si marcado por Odín o el Tormes, con el que no paro de hablar de cine. Me pasa igual que con Madame M. Me entran unas ganas terribles de citar a Pasolini, en plan tertuliano de Garci, con ese tonillo un poco pedantuelo que tanto me caracteriza. De Sigurd uno aprecia su agudeza, su compañerismo y cierta complicidad que nunca se rebaja a ser chascarrillo o grosería. Como el cuerpo, tiene el alma fibrosa e inquieta, pero tiene algo de soñador que lo podría definir como un berserker (literalmente, piel de oso) de la Escandinavia premedieval. Estos tipos, el equivalente a los samuráis del Japón, solían escoltar a los reyes y, se decía, se comunicaban directamente con Odín. Pues bien, no sé si Sigurd se comunica con Tor o el Corpus Christi, me da igual, pero sí se que es el poderoso guardián de este templo pagano consagrado al buen rollo (que no al buenrollismo).

PD: Sigurd también podría llamarse Chess Boy.

Amor y caroteno


Quizá el asunto más grave –que suene un solo de trombones- si hablamos de Er Güishi. Este baya roja, de bruñida superficie, es el secreto a voces del foro. Delicadamente rallado por las solícitas manos de sus camareros, el tomate es la dulce savia de la parroquia, el reactivo del atípico, dentro del madrileñismo oficial, mollete de Cádiz.

Suele pasar, cuando alguien entra por primera vez, que se te quede mirando cuando te encuentras en el trance de estar rallando algo más de cuatro kilos de tomates. Lo hacen como si te hubieran condenado a galeras. Pero no es verdad. Cuando uno ya se ha ventilado un par de kilos, a uno le entra ese no sé qué suelen experimentar, dicen, los tiradores de arco zen o ciertos adictos a los videojuegos cuando derrotan al final boss de la última fase.

Cuando uno ralla tomate, uno se relaja, mira a su alrededor, observa al personal y, si le apetece, puede dedicarse a pasear su mente por el laberinto de contradicciones de la vida. El tomate, para que el lo come, es alimento físico. Para el que lo ralla…

Ah, el que lo ralla…

El que lo ralla está como en la cumbre, en plan Zaratustra, en íntima comunión consigo mismo.

Sobre Robert Crumb


Hablando con P. de Robert Crumb, a propósito de la contracultura, me entero de que el creador de Mr. Natural solía masturbarse pensando en Bugs Bunny. Esto me recuerda a la lejana época del internado, cuando uno de mis compañeros –que el destino lo proteja de las malas fantasías- , venía a hablarme angustiado de un sueño recurrente que lo mantenía en vilo desde hacía semanas. La cosa, desde luego, parecía preocupante, dada mi edad y su evidente angst existencial. Aún yo no había superado esa etapa tan lírica en que uno alterna la lectura de Herman Hesse y las caóticas sesiones de amor intrapersonal en la cima de una litera.

- Yo no me masturbo. Me hago el amor a mí mismo –escuché hace poco en una película.

El caso es que mi amigo, macho alfa de la manada, al que envidiaba sus patillas de zarzuela y la elegante caída de un providencial mechón de pelo negro, gustaba de hacérselo en sueños con una de las maduras cocineras del internado. Esto lo turbaba en exceso, me contaba, porque no bastaba que la poco agraciada señora tuviera el rostro marcado de verrugas o fuera desabrida y fondona. El problema es que disfrutaba en grado sumo en sus incontroladas poluciones nocturnas de tan extraordinaria musa masturbatoria. Yo nunca supe decirle qué solución hubiese podido adoptar, bastante tenía ya con beneficiarme en sueños a la que por entonces era su novia.

Si algo no ha enseñado Crumb, es que uno ha de ser fiel a sus propios gustos y no dejarse llevar por el gusto ajeno. Y esto, precisamente, va dirigido a ciertas mujeres que aún no se han convencido de que:

A) Es distinto mirar con los ojos que hacerlo con las manos. (Woody Allen decía que le gustaría reencarnarse en las yemas de los dedos de Warren Beatty).

B) Las gordas tienen su encanto y, además, se lo curran.

C) Kate Moss es un pellejuda y, sí, en las fotos muy bien. Pero cómete sus neuras de gatita sin pedigrí.

D) Lo que nos atrae, en definitiva, no es un cuerpo más o menos deseable, sino la peligrosa aventura de satisfacer nuestro propio narcisismo.

Durante una temporada, el libro que causaba sensación en el internado era el Informe Hite de Sexualidad Femenina. Libro que en mí causó un poderoso efecto de introspección personal y, por lo demás, suscitó interesantes debates entre la henchida (de amor) colmena de zánganos que lo sobeteaban. Por supuesto, el capítulo más consultado se refería al porcentaje total de mujeres que se tocaban justo ahí.

El libro, un esfuerzo estadístico inédito hasta la fecha de su publicación, fue expuesto a nuestras torpes demostraciones. Trabajo de campo, diríamos ahora. Con ser uno persona poco espontánea, me abstuve de poner en práctica las precipitadas conclusiones de mis compañeros. Los necios son los primeros en caer y más de uno, guiado por mentes malintencionadas, llegó a pedir en la farmacia del pueblo clorhidrato de yohimbina.

- Sí, para que no se te apalanque la novia –te decían, como supurando.

A Robert Crumb le gustaban grandotas y culonas, velludas, despectivas y un poco cochinas. Cosa que está muy bien, si uno se toma la molestia de ir por libre y ver la vida por “el lado radiante”, como diría nuestro Santo Tomás de Aquino de la edad lisérgica.

lunes, 16 de abril de 2007

Sin trompetas ni tambores


Llega siempre más o menos a su hora, a las once de la mañana. Aún están húmedos los dos mechones que condecoran su frente despejada cuando se siente a la barra, pide un café americano y abre el periódico, una excusa, un parapeto, detrás del cual se esconde un hábil observador de lo que sucede en Er Güishi. Nunca levanta la voz, ni imposta ese tono apodíctico –tan frecuente en uno- que harían imposible esas trazas de bodhi municipal y un poco descreído. Hay que reconocer que su conversación es siempre animada, parsimoniosa, porque sabe prescindir del detalle cargante y del axioma traído por los pelos. En eso, pienso, se parece un poco a cierto tipo de personaje de Cèline.

Se llama Maese y su magnitud se mide más por lo que calla, que por lo que podría, si le apeteciera, soltarle a uno. Discreto y jovial, como a mí me suelen gustar. Y sabe continuar una conversación ahí donde se quedó anteayer.

Hoy por la mañana, café mediante, le cuento mis impresiones de Domicilio conyugal, de Truffaut, porque me recuerda un poco al Antoine Doinel del principio de la película. La comparación no es total, pues Álex, que acaba de comprarse un piso con su novia, no es el veleidoso aspirante a escritor que, poco a poco, se va aburguesando, se lía con una misteriosa pero finalmente tediosa japonesa y se da cuenta –horror- de que la vida de pareja puede ser muy aburrida.

Maese, como yo, está viviendo una peripecia vital fascinante. Ambos tenemos novia; ambos nos sentimos cómodos con nuestras respectivas barraganas –la legítima, sin estas casados- y ya no sentimos –al menos yo lo veo así- esa vanidosa urgencia por ligotear indiscriminadamente. Hombre, mirar claro que miramos, pero como el que codicia un DVD en la Fnac y no tiene dinero. Sin urgencia y con muy liviano desdén.

¿Dónde nos hemos metido? –podríamos decir.

PD: Muy estimulante la aparición del Mr. Hulot (Tati) en una escena de la película de Domicilio conyugal. Lo cual me hace pensar que Lavapiés es un poco como el París de Mi tío: lleno de perros que golfean, personajes arquetípicos y aceras a rebosar de brío y mundanidad. También de carteristas estrangulables y odiosos.

Hielo 9


Ha muerto Kurt Vonnegut a los 84 años, tras una aparatosa caída por las escaleras en su residencia de Nueva York. Un accidente trivial que en ningún caso afecta a mi respeto y admiración por este humanista socarrón que, como recuerda Rodrigo Fresán, se ha planteado “destruir el mundo al menos una vez en su obra”. Lo hizo en Cuna de Gato, una novela que se cierra con uno de los finales más sorprendentes y desesperados que he leído en los últimos tiempos. Y lo repite, en clave lisérgica, en El desayuno de los campeones, una “nivola” –si Unamuno concede- que tiene mucho de semblanza autobiográfica.

Vonnegut es un hoosier, es decir, un nativo del estado de Indiana. Los hossiers son un cruce entre gallego de Vigo y extremeño de Don Benito, para que os hagáis una idea. Lincoln, si no me equivoco, era hoosier, lo cual no sé si es bueno o malo por la parte que le toca al autor de Matadero 5. Tienen fama de aventureros y extravagantes, dentro de la medianía que Estados Unidos concede a los habitantes de sus regiones interiores.

Se le ha despachado como un vulgar autor de ciencia ficción, como un posmoderno tronado y antisistema. En fin, yo no voy a tirar de tópicos periodísticos. Por lo que a mí respecta, la literatura o es buena o es mala. Con Vonnegut pasa lo mismo que con Cortázar, que notas que el autor se lo está pasando bien. La gran literatura del siglo XX –seamos honestos- ha canonizado el aburrimiento (Kafka, Faulkner, etc), aunque esto comprometa mi sensibilidad. Toda literatura debe ser ambiciosa, pero no tediosa.

El último libro de Vonnegut se llama Un hombre sin patria. Es un libro feliz, divertido y ambicioso. Mezcla de panfleto, de ensayo y de memorias, puede entenderse ya como una despedida airosa y digna de este hombre que no ha dudado en recrear el Apocalipsis existencial en toda su obra, pero que antes de irse ha querido dejarnos la esperanza. Y su epitafio:

- La única prueba que necesitó para probar la existencia de dios fue la música.

viernes, 13 de abril de 2007

Serie negra


P. es un distinguido canoso que aún vacila a la treintena con sus camisas estampadas y su ademán entre viril y ecuestre. Tiene porte de capitán de la guardia o de James Bond retrechero, sobre todo cuando apoya los brazos en la barra y deja caer sobre su botellín una sonrisa poco comprometedora. Habla un buen castellano y no es de opinión voluble y excesiva. Las chicas lo miran con curiosidad y ternura, y esto le hace grande en la medida en que no se da importancia ni anota tantos que quizá no quiera marcar. Hace con J. una extraña pareja de golfos apandadores que escapan con el botín de una noche de juerga.

P. podría decir aquello que soltaba Woody Allen en Sueños de un seductor:

- No conozco a ninguna mujer que no conozca el significado de una bala del 45 en el cuerpo.

Y quedarse tan ancho, porque hay que reconocer que la frase, dicha por su boca, sonaría muy convincente.

Gente varia


Vienen desgreñados, camastrones, a desayunar por la mañana. Apuntan a la treintena, pero se empeñan en seguir viviendo como estudiantes. Algunos se sientan a la barra, piden una caña y se sumergen en sus preocupaciones. Si quieren hablar, inician conversaciones que no saben cómo terminar. Algunos son divertidos; otros, niños bien a los que la mugre no les ha comido aún ciertos privilegios de clase.

Vienen, al mediodía, con un libro bajo el brazo. Se sientan en la esquina –la soledad prefiere estos ambientes- y desmelenan sus ideas, sacan una libreta y se llevan el boli a la barbilla. Llevan el raído gabán del que cree que hace vida literaria, en versos alejandrinos y fanfarria de violines. A uno le gusta la literatura por estas evidencias, aunque no crea en la bohemia.

Viene, a cualquier hora, con su sonrisa desdentada. Es viscoso, untuoso (como Uriah Heep) y no soporta que te caiga antipático.

Viene, sin decir nada. Le pones una caña y aún te quedas con las ganas de decirle: “Hombre, tú eres el actor ese que salía disfrazado de Darth Vader en la peli esa de Álex de la Iglesia”.

Viene como una sombra de sí misma, olisqueando las esquinas, muy negra (de color), con esa adorable cara de haba o señorita caprichosa –según el momento- y se sienta a tu lado, mirándote con ternura, hasta que te arranca con fiestas un trozo de mollete. Luego, si no hay más, se va hacia otras mesas, esta perra sablista y un poco golfa, que ya va de tapas cuando su amo todavía está desayunando.

La fuerza mayor


Sí, esa carcajada es de M., la dueña de Er Güishi. Es de Cádiz, por eso se le nota que cuando ríe las cosas toman distancia, se hacen más pequeñitas y acaban adoptando una perspectiva de comedia que a uno le hace muy bien, no porque uno crea estar actuando en su tragedia particular, sino porque la alegría es la fuerza mayor.

Este bar, situado en la calle de la Fe, es un buen observatorio de la vida, de tal manera que lo alegre que contiene suele brillar con singular intensidad. Yo me río mucho en Er Güishi. Me río del aspecto entre coqueto y desportillado de su salón principal, con sus cuatro mesas exactas, sus sillas de skai y su hilera de taburetes, que parecen los aliados peones de A. Me río de la música que, al buen criterio de cada uno de los camareros, se escucha siempre de fondo. Me río con el vendedor de tambores –no sé cómo se llama- que suele pedir leche con azúcar y un trocito de pan. Me río si me piden un manchego y yo sirvo un cabrales. Me río hablando con J., un neoyorquino que parece directamente sacado de Seinfeld porque incumple a rajatabla todos los pecados que se atribuyen a su país. Me río con H., que sonríe como Sabú cuando con el índice de su dedo solicita una caña sin espuma. Me río, en fin, con mucha gente y de muchas situaciones.

La risa es la mercancía que más circula por el reducido ámbito de Er Güishi. Es bueno que así sea. Somos muchos los que amamos este barrio; muchos los que, hastiados de la corte de los milagros que reside indefinidamente en su plaza principal, buscamos refugio entre sus cuatro paredes rojas, de la que suelen colgar los sueños pintados o fotografiados de algún joven artista.

Sí, el barrio está hecho una pena, pero Er Güishi nos alivia de la costrosa realidad que acecha por las lindes de su plaza y algunas de sus calles, en las cuales se apostan jóvenes magrebíes que menudean con hachís o esnifan pegamento. La calle de la Fe, afortunadamente, tiene un ecosistema propio, más desordenado si cabe, singularmente representado por este bar especializado en sonrisas y donde nadie paga peaje de nacionalidad, clase social o raza. No son muchos los establecimientos dedicados al ocio occidental donde alternen sin problemas una ucraniana y un senegalés, un intérprete de tuba japonés o un madrileño profesor de literatura.

Vacaciones suspendidas


Suspendo el viaje a Málaga y me paso por Er Güishi. Qué le vamos a hacer. Llamo a mi amigo Von der Quelle., que nos iba a acompañar, y le digo que las suyas no se han suspendido.

- Vente a casa con una muda –le digo con esa autoridad napoleónica que me confiere una amistad forjada en los campos de batalla de la vida y que, ahora, pedante y barroco –Semana Santa obliga-, trato de explicaros. Von der Quelle es el mariscal Ney de quien esto escribe. Y sepan que Napoleón era un loco que se creía Napoleón. Así andamos, mi amigo y yo, dos figurones que se hipostasian (es decir, que alcanzan rango de divinidad) durante esas conversaciones inútiles y farragosas que suelen aliñar nuestros encuentros. Andamos bien pero mal, más o menos tirandillo, inmersos en una constante perplejidad que tratamos de convertir en escepticismo. Pero andamos.

Von der Quelle, que así se hacer llamar, es un caso de amistad adictiva e insobornable.

Es una delicada criatura acostumbrada a sitiarme la cocina con apetito avergonzado, como de hambre a escondidas. Cuando pondera mis esfuerzos gastronómicos con un “hombre, está muy bueno”, uno lo absuelve de cualquier tentación de glotonería. A Von der Quelle uno le da de comer porque es bueno, inteligente y tiene ese punto dickensiano que fomenta la amistad dolida y exultante.

Se puede admirar a una persona por su dinero, su carisma o su inteligencia. A mi amigo yo le admiro, entre otras cosas, por esa singular y maciza entereza que solemos admirar en el héroe de las películas. El problema es que la vida no es una película y no alcanzamos a ser protagonistas. A Von der Quelle, de hecho, le parece una ordinariez pretender eso de ser la alegría de la huerta/ macho alfa de la manada/ intelectual con gafitas/ bohemio de entresuelo/ o cualquiera las variantes que los hombres emplean para darse tono (de protagonista).

Hombre atribulado, carece de todo dramatismo romántico. Y eso es de agradecer.

Yo me lo imagino en una Atenas imposible, descansando en un pórtico, dando por el culo, figuradamente, al Sócrates de turno.

miércoles, 4 de abril de 2007

El periódico del día


El periódico es la vesícula biliar del Er Güishi. No interviene en los grandes procesos de conversación, pero ayuda a desencadenarlos. Por esta razón, al periódico se lo maltrata inconscientemente. Es una pena leer un periódico arrugado, lleno de manchurrones de aceite, que se desarma cuando lo abres para leer la columna de Herman Terstch. Todos los días el mismo periódico acaba con la tipografía entre desmayada y satisfecha, tras un largo y fatigoso día sometido al arbitrio de la parroquia. Es una pena que no se le reconozca su abnegada disposición.

No sé quién decía –ni si tiene razón- que un periódico debe tardar en leerse lo que duran un café y una ración de porras. En esta plaza, por la que pasan gente varia y de pacífica condición –salvo raras excepciones-, el periódico es el alivio más rápido de una espera, el adorno en la pose del intelectual con gafitas de DG, la ilusión de una tarde en el cine (“Venga, a ver qué ponen”), o el dramático repaso de una actualidad que no muchos entendemos. En fin, el periódico en muchas ocasiones no contiene periodismo, sino conversación a punto de ser liberada de la fotomecánica.

El periódico, en verdad, necesita que lo traten con desdén, pues se comporta como una señorita de moral distraída. Suele dejarse ver en la esquina de la barra, sugerente –sobre todo si es pronto y todavía luce- con ese cara de encontradizo que lo convierte también en un pícaro –cuando no lo encuentras- o simplemente desleal –si se ha sido con otro y te guiña una o.

En Er Güishi, que para muchos estudiantes es –en espíritu- la diligente patrona de una pensión, no se sirven ni churros ni porras. Este hecho incrementa el tiempo de lectura del periódico, pues los molletes que se sirven en el tráfago de la barra, con su impaciente tiempo de elaboración, se emplatan al cuarto de hora de ser solicitados por la clientela. Esto, sin duda, redunda en el nivel educativo del país, los índices de lectura y un incremento de la paranoia en torno a ciertas teorías de la conspiración, que suelen idear algunos personajes muy impresionables.

Addenda:

En esta sanguinaria tarea de escribir (como diría, con exactitud, Pla), uno debe plantearse ciertas cosas: tono, estilo, etc. La prosa le sale a cada uno como mejor sabe. Puede ser divertida, pero no una rave party, así que aclararé que mi propósito no es otro que la pura y ociosa divagación, salpicada de chismes y anécdotas, y que no haga sangre. En cualquier caso, hay que combatir la propia tontería. Es la primera obligación del que escribe. Por otro lado, debo reconocer mi deuda con ciertos escritores a los que admiro –sean del signo político que sean- y a los que, en cierta forma, homenajeo. De estos, y para el caso de este blog, debo mucho a Eugenio Montes, Manuel Chaves Nogales –quizá el mejor autor de reportajes a la europea de la primera mitad del siglo XX- y, por supuesto, el gran Julio Camba. Cada autor, decía Borges, suele “crear a sus precursores”. Yo me atengo a los que más saben. Y simplemente aprendo.

martes, 3 de abril de 2007

Cómo entrar en Er Güishi


Cuando uno entró por primera vez en Er Güishi, tuvo la sensación, injustificada, de que se encontraba en un bar típico de Lavapiés. Claro que vete tú a saber cómo debe ser un bar comme il faut en este barrio donde uno ha vivido aproximadamente cinco años. Los conozco más o menos todos y, aunque no soy un típico hombre de bar, reconozco que muchos casi alcanzaron la gloria de convertirse en orgulloso centro de mis atenciones más o menos etílicas.

Yo, lamentablemente, soy un hombre de café. No soy buen bebedor y adolezco de un extraño envaramiento en las reuniones. El único sitio para tomar un buen café en Lavapiés sin necesidad de reunirse en torno a la inevitable caña, es Er Güishi. Sucede que, precisamente, en este tabernáculo uno puede desprenderse de todo aquello que a uno le aprieta –trabajo, familia, tedios- y asilarse de forma indefinida en la embajada de la camaradería, en este cantón de personajes varios donde alternan una variedad prodigiosa de personajes. Er Güishi es un sitio que se anticipa a nuestra melancolía, porque sólo cuando deje de existir sabremos cuánto buenos ratos habremos perdido, irremediablemente, apoyada la mano en la mejilla, en una de esas modernas cafeterías donde el buenos días está incluido en la propina.

Como por aquí pasan muchos redactores de tendencias, diré que Er Güishi no es el epítome de nuestra hipermodernidad. Tampoco es el Maxim´s de los jóvenes mileuristas. Ni tan siquiera, queridos plumillas, el Dorsia de Nueva York en versión mollete de Cádiz. Er Güishi podría ser la versión quintaesenciada de muchas cosas, pero jamás de un simulacro más o menos tecnológico en forma de blog literario. Er Güishi no necesita a un Julio Camba que glose sus excelencias más o menos reales en nuestra red de simulacros.

Er Güishi es ya una red interminable de conversación y de diálogo, no necesita a un tontaina online que diga cómo es o como deja de ser Er Güishi. Por ese motivo, porque es innecesario, uno se siente libre de desperezarse ante ustedes, rezongar como la haría el cerdo del porquero de Agamenón y mostrarles estas miserables excrecencias intelectuales.

Tras la captatio benevolentae con la que he comenzado este blog, transcribo un diálogo que podría/ se ha/ o se produce en Er Güishi todas las mañanas, todas las tardes, para goloso disfrute del que esto escribe, quien, besando las nalgas de la ociosidad, se entrega con deleite a la glosa de la variedad que ofrece el mundo.

- ¿Has visto la última de Terry Zwigoff?

- ¿Esa del director de Ghost World y American Splendor? ¿Quieres decir ese? No, no la he visto. Pero deberías ver Primer.

O también:

- Jo, chica, estoy harta de tanta clase y tanta Catarsis del Tomatazo. Quiero prepararme un Bretch.

- Habla entonces con Ramón. Está montando Baal.

En fin, son conversaciones que pueden o no suceder en otra parte, pero que desde luego se producen en Er Güishi y que a uno le dejan con esa sensación de quién-demonios-es-esa-gente. Hay de todo, claro, según cada uno, pero nada como ese toque entre audaz y pedante, popular y alegre con que la gente suele tomarse las cosas cuando habla en su barra.

Hay diez razones para estar en Er Güishi. Y eso me hace recordar el caso de una leyenda urbana, que muchos se han atribuido, en torno a un examen de filosofía de COU en el cual el profesor dictó el siguiente tema: ¿Por qué sí?

Al parecer, el alumnado esperaba algo más facilito, del tipo “La teoría de las ideas en Platón” o “Las categorías en Kant”. La enigmática proposición sólo la resolvió un alumno que escribió: ¿Y por qué no? Sirva este ejemplo para no liarse la manta a la cabeza y pensar que Er Güishi es un lugar que hay que conocer por narices. Es más una disposición del ánimo, un alto en el camino para ejercitar la ociosidad, la charla y el espionaje, en su visión literaria, por supuesto.

Pues eso: ¿Por qué no?

Se puede llegar a Er Güishi de muchas maneras, tantas como individuos que lo frecuentan, pero la mejor manera es hacerlo solo. De esta manera, Er Güishi, que es un templete consagrado al dios de la tertulia desorganizada, puede ofrecérsete en todo su desorden cuántico. Yo me pasaría toda la vida en Er Güishi, pero, como no puedo hacerlo, prefiero escribir que esta posibilidad es tan feliz como remota, aunque preferible a escribir sobre guiones de televisión o del último director de cine independiente. Escribo con cariño porque en este caso no sabría hacerlo de otra manera. O simplemente escribo. Da igual.

La mejor forma de llegar a Er Güishi, decía, es hacerlo solo, durante aproximadamente un mes. Hay que dejarse caer por la mañana, poco después de que abra sus puertas, a ser posible con la intención de tomar el café y leer la prensa del día. Al entrar, uno debe decir buenos días, buscar con la mirada el periódico –fastidiarse en silencio si no lo hace- y sentarse a tomar ese café con espuma que sólo Y. sabía hacer con verdadero sentido de la estética.

Y. es de Tel Aviv y ya no trabaja en Er Güishi. Y es una pena. Todos hemos salido perdiendo. Los cafés salen como desinflados, pues nada queda ya de esa restallante espuma que convertía al café de la mañana en un calambrazo de buen gusto. El café sigue estando muy rico, la verdad sea dicha, pero Y. se empeñó en que me acostumbrara y vaya que si lo consiguió. Yo, que soy un camarero novato, no alcanzo qué tipo de industria empleaba para levantar esos surcos de espuma tan, cómo decirlo, tan femeninos, espuma de la que podría emerger si quisiera el bombón (de ron) del Boticcelli.

A Y. se le echa de menos, sí, pero le ha pasado el testigo a A., que ahora lo sostiene con esa rara gallardía que aún tienen los de Valladolid. En fin, lo que he perdido de espuma en el café, lo he ganado en cinefilia, porque a uno le gusta hablar sobre cine y que le recomienden películas. A. tiene ese buen ojo que distingue a los que saben de los que no, de la misma manera que por su disposición se nota si alguien juega bien al ajedrez. El problema es que A. jugando al ajedrez también da unas tundas soberanas que le dejan a uno como tiritando y dando suspiritos. Es de mi generación, la mejor educada, según dicen los sociólogos, de este país que se ha quedado sin bachillerato. A. es un lujo del que no nos podemos desprender y sus palizas al ajedrez son tan necesarias como un masaje practicado por Y.

En fin, pasen por Er Güishi, que dicen que, a la cuarta, se invita.