Salgo a las seis de Er Güishi. Subo a casa y antes de repantigarme en el sofá con un libro, me llama mi amigo Von der Quelle, miembro de la plataforma Por la Vivienda Digna.
- Están identificando a todos, aquí, delante de El Prado.
No lo dudo y llamo a mi amigo Pacino, que es fotógrafo. Juntos con nuestras respectivas, descendemos por Atocha hasta la glorieta de Carlos V. Doblamos a la izquierda, donde el McRata, y enfilamos el paseo con desconcierto. Cintas de cordón policial impiden que crucemos hasta el otro lado, pero nuestra intención es otra. Vamos a reunirnos con Jaime Matamoros, miembro muy activo de la organización. Viejo amigo, compañero de faenas más o menos periodísticas, me alegro de saber que es uno más entre estos chicos que se atreven a alzar la voz –inteligencia mediante- para protestar por lo carestía de vivienda, la precariedad laboral y el amodorramiento generalizado.
A Jaime Matamoros, pues así se llama, no le puedo ningunear con un seudónimo más o menos acertado. Ayer, como San Pedro, fue identificado tres veces por la policía. En ninguna abjuró de lo que defendía. Así que no estoy por la labor de hacer lo propio. Se llama Jaime Matamoros y es mi amigo. Así quedamos.
Nos reunimos con él poco antes de llegar a Neptuno. Apenas cincuenta locos que coreaban consignas. Demasiadas lecheras para tan poca miga, pienso. Mi perra Bonnie me acompaña, lo cual me da un aire ocasional y despistado que desconcierta a las fuerzas de seguridad. Me uno a los miembros de la plataforma como observador y simpatizante.
Hay de todo y no me atrevería a afirmar cómo son y por qué están ahí. Son cualquier cosa, menos unos desgarramantas. Están bien organizados, leen libros y se preocupan por el mundo en que viven. No se les hace mucho caso, pero ellos no cejan. No hay edad, ni nacionalidad que pueda definirlos. No son, en sentido estricto, radicales de la línea dura. Apenas un puñado de chavales reclamando que se cumpla lo que se recoge en el título I, artículo 47, de la Constitución:
- Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una viviendo digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación.
La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos.
Los únicos poderes públicos que vio el cronista llevaban lujuriosas botas militares y no hicieron otra cosa que intimidar a todo aquel que se aproximara pacíficamente hasta ellos. Pude contar más de treinta lecheras. Dos policías por manifestante y unas ganas tremendas de justificar su presencia. No obstante, los policías recibieron lo suyo:
- Vosotros también...estáis hipotecados -gritaban ocasionalmente los manifestantes.
El plan A consistía en reunirse en el Paseo del Prado. Finalmente, ante la imposibilidad de hacerlo y la estrechez de cierta acera tan cara a cierta baronesa ñoña, dispusieron de un plan B.
Me le contó Von der Quelle, un situacionista de los de verdad. Al parecer ya sabían que el plan A no iba a funcionar, así que lo emplearon como una cortina de humo. Mientras los policías hacían lo propio con los manifestantes, al mismo tiempo, frente al museo Reina Sofía, un par de chicos montaban el chiringuito. Lentamente pero con fluidez, la manifestación migró hacia allí. La policía tuvo que improvisar un nuevo cordón de seguridad. Durante el trayecto, la gente, como suele suceder, se les quedaba mirando. Ciertas miradas recorrían todo el espectro que iba de la suficiencia al sarcasmo, de la vergüenza ajena al despiste moral. Otras buscaron la cercanía, pero no quisieron o no supieron incurrir en la cordialidad. Algunos sí, como ciertos niños de padres inmigrantes que se unieron a la fiesta, algún borrachín –genius loci de la zona- y diversos espontáneos que ayudaron en la necesaria ceremonia de confusión y alegría que pronto se iba a producir.
Una fiesta democrática, antipartidista y pacífica.
Nada más llegar -Jaime Matamoros entre los primeros- comenzaron a instalar tiendas de campaña. La Delegación del Gobierno no había autorizado la manifestación, pero mi amigo, invocando el derecho a la asamblea, clavó los talones en el suelo y hablando a sus compañeros lo aclaró todo: “Lo que hacemos no es ilegal”.
Por una parte, la única excusa que podría haber tenido la policía es que obstaculizaban el paso. Ancha es Castilla y ancha es la plaza que los acogía. Los curiosos yo creo que disfrutaron del panorama, sobre todo cuando verbalmente se oponían a los celosos jayanes policiales, quienes de forma expeditiva se incautaron de todas las tiendas de campaña.
Que no, que no nos vamos.
Entonces aparecieron por allí Tip y Coll redivivos. Dos payasos callejeros que amenizaron la sentada con sus ocurrencias de clown, dos simpáticos tunantes que nos hicieron reír durante una hora y a los que se agradeció su presencia. La policía apenas intimidaba, tal era la despreocupación y el alborozo que experimentaban los manifestantes. Eran muchos, lo cual es como decir que desbarraban. Eran grandes, que es como decir que están muy bien alimentados. Lástima que se perdieran una tarde de fumbo.
Hubo un instante, apenas diez minutos, en que todo armonizaba, en que todo parecía tener un cierto sentido. Yo no sabría decir por qué era así. Sé que estos chicos tienen razón, y que son pocos. No tengo miedo a repetirme y citar otra vez a David Foster Wallace:
"Los rebeldes verdaderos, por lo que yo sé, se arriesgan a ser desaprobados. Los viejos rebeldes posmodernos se expusieron a los chillidos del asco: al horror, al disgusto, al escándalo, a la censura, las acusaciones de socialismo, anarquismo y nihilismo. Los riesgos actuales son distintos. Los nuevos rebeldes pueden ser (personas) que se expongan al bostezo, a los ojos en blanco, a la sonrisita de suficiencia, al golpecito en las costillas, a la parodia de los ironistas y al Oh, qué banal. A las acusaciones de sentimentalismo y melodrama. De exceso de credulidad. De blandura. De dejarse embaucar de buena gana por un mundo de mirones y seres acechantes que temen al miedo y al ridículo más que al encarcelamiento sumario".
No, no son rebeldes bona fide. Son, en el mejor sentido de la palabra, ciudadanos preocupados por lo que pasa. Opuestos al héroe que Otto von Bismarck (leo en el Babelia) fijó de esta manera: “Un héroe es alguien que se divierte solo”.
Ellos no quieren estar solos. Mírenlos, escúchenlos y sabrán por qué.
- Están identificando a todos, aquí, delante de El Prado.
No lo dudo y llamo a mi amigo Pacino, que es fotógrafo. Juntos con nuestras respectivas, descendemos por Atocha hasta la glorieta de Carlos V. Doblamos a la izquierda, donde el McRata, y enfilamos el paseo con desconcierto. Cintas de cordón policial impiden que crucemos hasta el otro lado, pero nuestra intención es otra. Vamos a reunirnos con Jaime Matamoros, miembro muy activo de la organización. Viejo amigo, compañero de faenas más o menos periodísticas, me alegro de saber que es uno más entre estos chicos que se atreven a alzar la voz –inteligencia mediante- para protestar por lo carestía de vivienda, la precariedad laboral y el amodorramiento generalizado.
A Jaime Matamoros, pues así se llama, no le puedo ningunear con un seudónimo más o menos acertado. Ayer, como San Pedro, fue identificado tres veces por la policía. En ninguna abjuró de lo que defendía. Así que no estoy por la labor de hacer lo propio. Se llama Jaime Matamoros y es mi amigo. Así quedamos.
Nos reunimos con él poco antes de llegar a Neptuno. Apenas cincuenta locos que coreaban consignas. Demasiadas lecheras para tan poca miga, pienso. Mi perra Bonnie me acompaña, lo cual me da un aire ocasional y despistado que desconcierta a las fuerzas de seguridad. Me uno a los miembros de la plataforma como observador y simpatizante.
Hay de todo y no me atrevería a afirmar cómo son y por qué están ahí. Son cualquier cosa, menos unos desgarramantas. Están bien organizados, leen libros y se preocupan por el mundo en que viven. No se les hace mucho caso, pero ellos no cejan. No hay edad, ni nacionalidad que pueda definirlos. No son, en sentido estricto, radicales de la línea dura. Apenas un puñado de chavales reclamando que se cumpla lo que se recoge en el título I, artículo 47, de la Constitución:
- Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una viviendo digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación.
La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos.
Los únicos poderes públicos que vio el cronista llevaban lujuriosas botas militares y no hicieron otra cosa que intimidar a todo aquel que se aproximara pacíficamente hasta ellos. Pude contar más de treinta lecheras. Dos policías por manifestante y unas ganas tremendas de justificar su presencia. No obstante, los policías recibieron lo suyo:
- Vosotros también...estáis hipotecados -gritaban ocasionalmente los manifestantes.
El plan A consistía en reunirse en el Paseo del Prado. Finalmente, ante la imposibilidad de hacerlo y la estrechez de cierta acera tan cara a cierta baronesa ñoña, dispusieron de un plan B.
Me le contó Von der Quelle, un situacionista de los de verdad. Al parecer ya sabían que el plan A no iba a funcionar, así que lo emplearon como una cortina de humo. Mientras los policías hacían lo propio con los manifestantes, al mismo tiempo, frente al museo Reina Sofía, un par de chicos montaban el chiringuito. Lentamente pero con fluidez, la manifestación migró hacia allí. La policía tuvo que improvisar un nuevo cordón de seguridad. Durante el trayecto, la gente, como suele suceder, se les quedaba mirando. Ciertas miradas recorrían todo el espectro que iba de la suficiencia al sarcasmo, de la vergüenza ajena al despiste moral. Otras buscaron la cercanía, pero no quisieron o no supieron incurrir en la cordialidad. Algunos sí, como ciertos niños de padres inmigrantes que se unieron a la fiesta, algún borrachín –genius loci de la zona- y diversos espontáneos que ayudaron en la necesaria ceremonia de confusión y alegría que pronto se iba a producir.
Una fiesta democrática, antipartidista y pacífica.
Nada más llegar -Jaime Matamoros entre los primeros- comenzaron a instalar tiendas de campaña. La Delegación del Gobierno no había autorizado la manifestación, pero mi amigo, invocando el derecho a la asamblea, clavó los talones en el suelo y hablando a sus compañeros lo aclaró todo: “Lo que hacemos no es ilegal”.
Por una parte, la única excusa que podría haber tenido la policía es que obstaculizaban el paso. Ancha es Castilla y ancha es la plaza que los acogía. Los curiosos yo creo que disfrutaron del panorama, sobre todo cuando verbalmente se oponían a los celosos jayanes policiales, quienes de forma expeditiva se incautaron de todas las tiendas de campaña.
Que no, que no nos vamos.
Entonces aparecieron por allí Tip y Coll redivivos. Dos payasos callejeros que amenizaron la sentada con sus ocurrencias de clown, dos simpáticos tunantes que nos hicieron reír durante una hora y a los que se agradeció su presencia. La policía apenas intimidaba, tal era la despreocupación y el alborozo que experimentaban los manifestantes. Eran muchos, lo cual es como decir que desbarraban. Eran grandes, que es como decir que están muy bien alimentados. Lástima que se perdieran una tarde de fumbo.
Hubo un instante, apenas diez minutos, en que todo armonizaba, en que todo parecía tener un cierto sentido. Yo no sabría decir por qué era así. Sé que estos chicos tienen razón, y que son pocos. No tengo miedo a repetirme y citar otra vez a David Foster Wallace:
"Los rebeldes verdaderos, por lo que yo sé, se arriesgan a ser desaprobados. Los viejos rebeldes posmodernos se expusieron a los chillidos del asco: al horror, al disgusto, al escándalo, a la censura, las acusaciones de socialismo, anarquismo y nihilismo. Los riesgos actuales son distintos. Los nuevos rebeldes pueden ser (personas) que se expongan al bostezo, a los ojos en blanco, a la sonrisita de suficiencia, al golpecito en las costillas, a la parodia de los ironistas y al Oh, qué banal. A las acusaciones de sentimentalismo y melodrama. De exceso de credulidad. De blandura. De dejarse embaucar de buena gana por un mundo de mirones y seres acechantes que temen al miedo y al ridículo más que al encarcelamiento sumario".
No, no son rebeldes bona fide. Son, en el mejor sentido de la palabra, ciudadanos preocupados por lo que pasa. Opuestos al héroe que Otto von Bismarck (leo en el Babelia) fijó de esta manera: “Un héroe es alguien que se divierte solo”.
Ellos no quieren estar solos. Mírenlos, escúchenlos y sabrán por qué.
Así son las cosas y así no las han contado.
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