martes, 26 de junio de 2007

Que no pase nada


Madrid se sitúa en la cuenca del Tajo, sobre lomas y vaguadas que atraviesan numerosos arroyos. Madrid tiene un río sucio y mediopensionista que ha sido ridiculizado en innumerables coplas. ¡Alto ahí, don Miguel!, le dijo Lorca a Unamuno, que solía pasear por su ribera durante sus estancias en Madrid. Y riendo, añadió: que Lope en Santiago el verde dijo una cosa estupenda.

Unamuno quedó clavado en su sitio, tal vez azorado por aquel duelo de erudición con el que le desafiaba el poeta granadino, quien intuye que el viejo rector es incapaz de resolver el desafío. Tal vez hubo un silencio –nada se sabe de esto-, un silencio que ascendió aquella mañana al cielo azul y velazqueño de 1932. Lorca, con su proverbial astucia, por fin recitó:

Manzanares claro,
Río pequeño,
Por faltarle el agua
Corre con fuego

Unamuno quedaría impresionado, tomaría nota en su libreta y, pocos días más tarde, en el diario El Sol, publicaría Orillas del Manzanares, donde consigna la copla que le recitara Lorca.

Madrid tiene un río burlado por la maledicencia popular, un río que no se atreve a serlo del todo, pero al que no le falta ese carácter que el romanticismo popular suele atribuir a los perdedores. Madrid es una suma de errores, podríamos decir, que empiezan desde que, en 1561, comenzara a presumir de capital del reino. Desde entonces Madrid planteó su crecimiento en altura, porque Madrid estaba limitada por una cerca que mandó construir Felipe IV en 1625 y no se derribó hasta bien entrado el siglo XIX. Sus habitantes, sin saberlo, hicieron famoso aquello de Madrid al cielo.

Cuando se planteó el Ensanche, conocido por Plan Castro, no se resolvió el problema. Se dividió la ciudad en casco, ensanche y extrarradio. El ensanche comprendía el espacio situado entre las calles de Alberto Aguilera, Carranza, Sagasta y Génova, paseos de Recoletos y Prado y las rondas de Atocha, Valencia, Toledo y Segovia, hasta las nuevas rondas, con sus puentes (Reina Victoria, Raimundo Fernández Villaverde, Joaquín Costa, Francisco Silvela, Doctor Esquerdo y Pedro Bosch). El error de Castro fue ordenar el crecimiento en extensión con un foso. Su proyecto incluía también la creación de ocho nuevos barrios, de los cuales sólo se cumplieron tres: Argüelles, Pacífico y Salamanca.

En el barrio de Salamanca creció Alex Kidd, hombre disperso y discutible al que se le ha reprochado la falta de cumplimiento en este blog. Entretanto, los munícipes la siguen cagando. Y yo me digo: Qué pasaría si en Madrid realmente nunca pasara nada.

Segundo Caballero Mongoloide


Si es verdad, como dice Zaplana, que la vicepresidenta primera se disfraza, entonces el parlamento es un carnaval perpetuo en el que sus señorías bailan entre chanzas y cuchufletas. Cada uno viste el traje que mejor le cae –no hay rebajas y uno no puede arreglarse el dobladillo-, así que no hay motivo para reprocharle a Zaplana los cuellos de camisa, tan distinguidos, que estrangulan la bilis negra que chorrea por esa corbata arrogante de encargado de planta del Corte Inglés.

Zaplana es un señorito valenciano que ha venido a la capital a presumir de huerta. Le falta el puro (en este país tuvimos un presidente que fumaba como un carretero), un puro que en según qué circunstancias podría ser presuntuoso si el que lo enciende lo emboca como un jugador de póker. A mí me gustaban más los que se encendía al final de cada episodio Hannibal Smith o los que se petaba Paul Newman en El Golpe. Son puros con gracejo, vitales, que amplían con su humo una atmósfera de jovialidad.

Zaplana es un personaje desagradable cuya cinética nos recuerda a la de un capitán de caballería en época de paz. Mientras los ejércitos forjaron los estados nacionales, los impetuosos húsares solían bailar con la tabernera guapa; los de infantería ligaban menos que un vampiro mellado. El mundo ha funcionado así siempre, aproximadamente. Y es así que Zaplana se ha calado el cólbec y se ha metido un pañuelo en la bocamanga. Es un húsar de sable pulido, un poco trapisonda, que se lo pasa estupendamente con ciertas señoras de Serrano, a las que todos los domingos, sin faltar, les prepara una buena paella.

El moreno de su piel bien hidratada –quizá huela a Varon Dandy- lo emparenta con Arenas, que ya ha perdido ese lustre sensual de las pieles tersas y equilibradas, acaso porque ha alcanzado tal punto de flacidez que la piel parece ya congestionada. Y qué decir de su pelo, de capitán de alevines, cresta de sus afamadas seducciones, pendón de altos designios judiciales, que lo convierten en el guapote que todos los veranos nos quitaba la novia, él, que podría estar con todas.


Por este motivo, solicitamos su ingreso en la muy alta orden de los Caballeros Mongoloides, con la distinción de Gran Húsar de Navalcarnero.

Primer caballero mongoloide


El mundo cultureta es un mundo fardón y despiadado que funciona como la mafia, ya que sólo se matan entre ellos. Siempre me ha fascinado la absoluta falta de talento de algunos de sus mistagogos. Tal es el caso del verborreico y estreñido Javier Rioyo, ese hábil hombre orquesta que escribe para sus amigos en las páginas dominicales de El País, periódico que leo con frecuencia junto con El Mundo, el Abc y la revista El Arma, eso cuando no cotilleo ciertas revistas femeninas pare enterarme, ya saben, de esos asuntillos que un caballero no debe mencionar jamás en público (he descubierto que la palabra “muslo” suele hace enrojecer a las señoritas que practican body building).

Personajes como Javier Rioyo son deliciosamente repugnantes. Hablan de libros como los fruteros de unas berzas de temporada, filman documentales con esa buena conciencia esquizoliberal del que lee a Flaubert en el retrete y dicen en perfecto -pero fingido alemán- Welteschauung y Doppelgganger (háganme el favor y revisen en un buen diccionario alemán la grafía de estos dos palabras).

La biografía del caballero Rioyo, a partir de ahora mongoloide, es la siguiente:

Nace en algún de Galicia, donde Clío y Mnemosina le insuflan su amor por las palabras.

A los cinco años, tras una lectura de Roberto Alcázar y Pedrín se “hace comunista de toda la vida”. El infante no pasará por la inevitable fase en que uno lee a Hermann Hesse y se hace pajas. No, primero leerá a Chauteaubriand, no entenderá nada y comenzará de nuevo con Roberto Alcázar y Pedrín. Tras lo cual, sus padres le regalarán la colección completa de los cuentos de Calleja. Y le dirán: “Hala, niño, a escupir a la calle”.

El niño crece bajo pero intelectualmente vigoroso. Ya empieza a asomar esa mirada ratonil con la que empieza a asombrar a las amigas de su madre, a las que dirá cosas como está:


“Mire, muñeca, hay dos tipos de hombres: los que cavan y los que no cavan. Tú cavas”.


Curiosa cita que el niño aprende tras acudir con su amigo Miguelito (“el primer intelectual que quiso ser amigo mío”) al pase de El bueno, el feo y el malo y Jasón y los Argonautas. Nadie sabe cómo fue, pero ya entonces conocía el significado de las palabras hierofante y mitridatismo. Del cine de Sergio Leone aprende a dejarse barba de forajido y mirar a su entrevistado con la fijeza de un duelista al amanecer. Del peplum, a no descuidar sus rodillas y gritar “arpía reaccionaria” al loro del Ateneo de su ciudad. El chico ya es multidisciplinar, cultísimo y tirando a feo.

Termina el bachillerato con una nota excelentemente mediocre. Aprueba el examen teórico de gimnasia, pero suspende por no sabe jugar al fútbol. Está convencido de que “no es necesario jugarlo con los pies”. Años más tarde, durante una sesión de psicoanálisis, queriendo imitar a Woody Allen, descubrirá que es chachachá lo que pensaba que era fútbol.

Siempre amigos de sus amigos y amigo también de quien no lo quiere como tal –así fue siempre su proverbial bonhomía-, el joven Rioyo se compra una chaqueta de tweed y, en la universidad, comienza a comportarse como Oscar Wilde, citando a Neruda, Borges (hay que ver cuánto le gusta Borges) y Sartre. Como era verano en la Universidad Central, lo detienen por perturbar el orden de las acacias, bajo cuya sombra se ocultaba una muchacha francesa que lo creía un genio del género epistolar:

“Grande es la satisfacción que mi ánimo siente hacia vos, delicada criatura, por el tono de las últimas palabras que ahora me habéis dicho, y, si así place a la majestad divina, mi regreso será muy pronto para que aumente vuestra alegría, que así adornará mis pensamientos por la salud de mi alma. Y dondequiera que me encuentre, así podré tundir la carne que turba mi entrepierna”.

Al parecer todo es un malentendido y lo sueltan sin cargos. La Dirección General de Seguridad abrirá un informe en el que se indica: “No hay peligro de subversión. Ya ha leído a Marcel Proust. Marxista por razones sentimentales”. A pesar de todo, Rioyo necesita imperiosamente acudir a las barricadas del 68 como gesto de solidaridad con su propio país, ya que es indignante que “siempre haya pescadilla en el menú del día. Con lo poco que me gusta a mí, consumado gourmet, el olor acre y opresivo de las pescadillas”.

Allí, entre mañanas marxistas y tardes existencialistas –en las que fumaba Galoises y le daba por llamar Maga a una chica muy fea que había conocido en la Cinemateca-, Rioyo comenzó a ganar implacablemente el campeonato de Screable que todas las primaveras se celebraba en el Quartier Latin. El segundo fue un escritor disléxico que confundía las palabras “amor” y “charcutería”. Asimismo, durante la fase postmaoísta que les sobrevenía a los que habían leído a Jüng, jugueteó con el hachís, lo que le elevó hasta cimas de insospechado lirismo. Fue así, durante una fumada en casa de Marquerite Duras, cómo Rioyo participó en uno de los primeros happenings que “lograrían convencer a esa salvaje manada libertaria de la necesidad de abolir la acre y opresiva pescadilla española”. Aquella noche le quitó la novia a Enrique Vila-Matas, no supo disculparse y le dijo que sólo quería imitar a Hemingway.

Pasaron los años y su francés mejoraba una barbaridad. Rioyo vivía ahora en una buhardilla con mansarda, muy parecidas a las de las películas de Jacques Tati. Tenía un gato, un vecino simpático pintor y un gorro de lana azul, que no combinaba muy bien con el suéter de cuello de cisne que se solía poner para tomarse un café en Maxim´s. A pesar de todo y para su fortuna, ese año comenzaron a ponerse de moda las gabardinas con las solapas levantadas, la cabeza un poco gacha, mientras a uno le embarga la fatalidad paseando por el Sena. De tal manera, no se apreciaba el esfuerzo que le costaba meter barriga. Más tarde, cuando París era un estado del alma difícil de describir, se enclaustra durante todo un invierno en su refugio del Ampurdán con una botella de Dom Perignon y varias bolsas de Doritos. Tras mucho rato de encontrarse a sí mismo, Rioyo termina de escribir Por qué he tenido que ser un intelectual.

En esta obra, que nos descubre a un gran jugador de Trivial Pursuit, Rioyo repasa diez años de estrecha amistad con Stravinsky, Camus y un cuñado de Picasso que solía hacer unas estupendas barbacoas todos los veranos en Mallorca, durante las jornadas del premio Formentor. Allí Carlos Barral desconfía del joven que se acerca a Canetti para realizar unas correcciones de Masa y poder, que el viejo judío rechaza:

“Mire, pollo, mi abuelo inspiró muchos pogroms con gran sentido del humor. ¿Qué significa el término, asquerosamente subjetivo, mejor? Por ejemplo, al rabino le gusta dormir panza abajo. Al discípulo, en cambio, le gusta dormir sobre la panza del rabino. Aquí el problema es apodíctico. También es preciso señalar que pisar mi pie (como hace el discípulo en mi cuento) no es una forma rabínica de argumentar. Haga el favor, por Dios”. (Extracto de Cuento con plumas, de Woody Allen).

Años más tarde, después de leer a Derrida y una nueva revista de filosofía y dietética, vuelve a España. Ya no es el joven idealista que abruma con sus convicciones estéticas a la dependienta de unos grandes almacenes, es un hombre hecho a sí mismo que ha pasado por todos los ismos con la que la grandiosa Francia condecora a los exiliados de sí mismos, hijos del mundo, cosmopolitas, que llevan en la frente el significado del ser en sí (Da sein) en contradicción con el yo cogito, con que el vulgo cartesiano y oportunista acoge a los que regresaban a España en oleadas de civismo y mundanidad.

Su primer contacto con el séptimo arte lo mantiene con un sobrino de Buñuel que a sus treinta y cinco años todavía llevaba pantalones cortos. La amistad es instantánea, franca. Juntos comienzan a flirtear con el underground neoyorquino, los mensajes anónimos a miembros de la Velvet y un corto en formato cinexin que envían a todos los festivales de Australia. El título es revelador: Aquí estoy yo o ¡Cómo inspirar tanto entusiasmo como Garci! Su propuesta, aunque audaz, no acaba de ser comprendida por los retrógrados círculos intelectuales de Melbourne. Rioyo, desilusionado, se compra un pony con el que recorre el desierto.

España eclosionaba. El elegante y apuesto Luis Alberto de Cuenca comienza a escribir las letras de la Orquesta Mondragón; Arrabal se emborracha en un plató; y Ramoncín aún no ha comenzado a presentar el Lingo. Todo es creatividad por todas partes y por todas partes se mete Rioyo, que empieza a frecuentar la vieja casona de Velintonia. Como no le han dejado presentar La Bola de Cristal, le pregunta a Vicente Aleixandre por la incomprensión de sus paisanos. El viejo maestro, que sabía de sus preocupaciones, le ignora completamente, pero le deja presumir de amistad. Es una época dura en la que aspira a que Umbral le cite en sus famosas columnas de El País.


Su vida de desgarramantas está a punto de acabar con un maduro Rioyo incapaz de encontrar un lugar en el mundo.

Años más tarde comienza su vida como tertuliano en Qué grande es el cine. Carlos Boyero le enfila desde el primer momento y lo describe como “un botarate que no para de hablar de Faulkner”, ya que no deja de sentirse muy del profundo sur. No se lleva bien con sus contertulios, que prefieren hablar de la precisión de tal plano, o del plano secuencia o, ya puestos, de sus vidas como chicos de posguerra que comen pipas –los calcetines tristes y caídos- mientras se ponían brutos con las exquisitas muñecas de Joan Crawford. Aunque se le tolera, la exigua cuota femenina del programa de Garci no llega a interesarle.

Razones: Garci lleva mejor la americana con zapatillas Reebok y el actor Jorge Guillén tardaba mucho tiempo en soltar una inspirada obviedad. Y así no había manera. Él, que venía a hablar de Faulkner y sin plagiarlo. No había manera.

Es una época en que intenta ser de todo: descubridor de tórridos trópicos literarios, flanêur a tiempo parcial en las cadenas de librerías Crisol, comensal gorrón en cenáculos artísticos y musicales, así como caminante solitario en esas crudas mañanas de resaca que ha cantado Sabina para escarnio de este intelectual que presenta Extravagario.

Por estos motivos Javier Rioyo se hace merecedor de la muy alta distinción de la noble Orden de los Caballeros Mongoloides.

Addenda: También se le distingue con la Real Enseña de la Magufería, por citar a Pasolini a altas horas de la madrugada. Que venga Arcadi Espada y lo vea.

¡España, por supuesto, prevalece!

lunes, 18 de junio de 2007

babylon 5

Para los que gustan de la fantasía y la ciencia ficción, hay una serie de culto entre los "frikies" que no tiene desperdicio, y es Babylon 5.

Creada por J. Michael Straczynski, (hombre genial, me encantaría invitarle a un cafelito), Babylon 5 es una historia épica que Michael ideó como un conjunto de 4 temporadas con un arco argumental cerrado. Es una gozada visualmente hablando, el maquillaje, el vestuario, el diseño de las naves, las razas alienígenas (por fin dejan de ser humanos con una prótesis en la frente)...
El argumento se centra en la estación espacial Babylon 5, que tras la guerra entre los humanos y los mimbari, se convierte en un puesto interestelar de encuentro entre las distintas razas alienígenas, con el fin de facilitar las relaciones diplomáticas y comerciales.
Como tuvo una arrasadora acogida entre los aficionados a la ciencia ficción, los productores añadieron una 5ª temporada que quizá sobra porque la historia se suponía ya cerrada con el final de la 4ª temporada, pero se perdona porque son más capítulos a consumir por el frikerío. Además hay 6 tv movies, la última aún por estrenar el próximo mes de julio.

Los protas son Bruce Boxleitner, que es conocido por los de mi quinta por una serie que fue famosa cuando yo era una chinorri: "la Conquista del Oeste", guaperas donde los haya, y su compañera de reparto es Mira Furlan, actriz croata muy prestigiosa en su país, y os sonará por el papel de la francesa en la serie Perdidos.
En fin, esto es una sugerencia para los que queráis probar algo nuevo y pasar un buen rato contemplando la visión de lo que podría ser el futuro.

miércoles, 13 de junio de 2007

La hora de lectura


Recuerdo las largas tardes del colegio, las ociosas horas en que abríamos el libro de lectura y, por turno, leíamos A un olmo viejo, una historia de los hermanos Grimm o una fábula de Samaniego. Todos callados, entre chirridos de sillas y crujidos de madera, íbamos cumpliendo por riguroso orden la lectura de un fragmento de texto, unos con más fortuna que otros, mejor dicción o fraseo más armonioso. A mí siempre me tocaba después de un tal Juanjo López, aplicado muchacho del que recuerdo su torpe forma de correr, con las puntas de los pies hacia fuera, como un Charlot escolar y sin gracia. Su forma de leer era perfecta y monótona; no había errores de pronunciación pero su forma de narrar era demasiado uniforme, sin sobresaltos ni apenas quiebros dramáticos. La mía, en cambio, aunque más temblorosa por la vergüenza que me producía alzar la voz en público, poseía una tonalidad épica que no siempre era acertada pero era solemne para ciertas tonalidades del relato. Podía comerme una ese o pronunciar en masculino una palabra en femenino, pero jamás caía preso de ese estilo de dicción seco y desapasionado. Ya no leo en voz alta. Como San Ambrosio, dejo que las palabras se callen en mis ojos.

Zoom de sonido


Más de un siglo de grabaciones ha cambiado la forma en que escuchamos música y el modo en que se interpreta. Al fin y al cabo, la política también posee un sentido musical y cada época tiene su secreto acorde con el que hace bailar a la historia. Cuando sóno el primer cilindro que Edison grabó, en un viejo laboratorio de Newark (New Jersey), el fonógrafo ya era un viejo sueño del hombre. Se habían inventado las pianolas, que fueron, como las viejas tarjetas perforadas de las primitivas computadoras, la tecnología primera que hizo posible algo “realmente maravilloso”, según Josef Hofmann, el niño que ejecutó al piano la primera partitura grabada por el hombre.

El pianista y director alemán Hans von Bülow afirmó que casi se desmayó tras escuchar su propia grabación de una mazurca de Chopin. Más tarde, en el laboratorio de Edison, registraría sobre un cilindro la sinfonía Heroica de Beethoven interpretada por la Metropolitan Opera House de Nueva York, grabación que no sobrevivió. Muy pocas de las primeras han llegado hasta nosotros, apenas un fragmento de Israel en Egipto de Händel, que August Mann dirigió en el Palacio de Cristal de Londres en 1888. Por lo demás, más allá del interés arqueológico, la pérdida no tuvo excesiva importancia. Las sinfonías de Beethoven se siguen escuchando en mi sistema 5.1. (Sí, ya sé que probablemente August Mann dirigiera muy bien, pero ¿a quién verdaderamente le importa?).

El primer problema fue la duplicación de originales, principal escollo para su comercialización. En los primeros tiempos la única forma de grabar era directamente con un máximo de diez fonógrafos equipados con unas enormes campanas que recogían la música que producían orquestas de apenas ocho ejecutantes. Con una sola interpretación eran capaces de conseguir diez copias. Más era físicamente imposible: los aparatos eran duros de oído y no registraban bien el sonido a partir de cierta distancia. Un cantante solista sólo podía realizar tres grabaciones por ejecución, lo que le permitía las características propias de la voz humana. ¿Cobraban los músicos por cada cilindro que grababan?

Por supuesto que no.

Habría arruinado a una industria que febrilmente comenzó a grabar polkas, valses, himnos patrióticos, arias de óperas, tonadas populares...

Las cosas no han cambiado tanto desde Walter Benjamin. La música hace tiempo que perdió su “aura”. Desde que cualquiera de nosotros es capaz de reproducir música grabada en su casa, las cosas, sobre todo para la industria, siguen más o menos igual. Salvo por el hecho de que ahora mi amigo E. puede producir su Ep en casa y se han abierto caravanas alternativas de difusión. Ya saben que estoy hablando de internet, esa golosina prohibida que nos quiere quitar la SGAE y los defensores en general del apoltronamiento en sus más diversos grados de miseria.

Las cosas cambian, como de costumbre, pienso mientras mi deuvedé reproduce un cedé legal de Paolo Conte.

Jo, tía ( II )


El despacho no sólo era más pequeño, también estaba peor ventilado. Aunque le agradaba la idea de trabajar casi en el centro de Madrid, para escaparse durante la hora de la comida a Serrano o Fuencarral –según el presupuesto-, echaba de menos la amplitud de los estudios de Antena 3, donde Silvia comenzó como becaria. Siempre había creído que en su vida laboral habría un punto de no retorno a partir del cual era imposible empeorar. Lo supo cuando la contrataron por el doble de su sueldo en Canal 8 y se confirmó cuando, un año y medio después, le asignaron una secretaria. Se veía a sí misma como Sigourney Weaver en Armas de mujer: luchadora, segura y, no le costaba reconocerlo, un poco trepa. Sin embargo, sí había un punto de retorno. Lo estaba viviendo en ese mismo instante, sentada en aquella mazmorra de paredes blancas y un mobiliario más propio de una biblioteca municipal que de un moderno edificio de telecomunicaciones. Trató de animarse revisando su cuenta de correo, pero no funcionaba. No estaba de humor, precisamente.

Más allá de su despacho, repartidas en grupos de cuatro, se extendían las mesas del departamento de ficción. Esa mañana se puso un vestido de Duyos que, sabía, la hacía parecer más joven. Le gustaba la ironía que podrían desprender los estampados y el efecto que causaría entre las chicas. Un chic burgués podría desactivar a esa panda de buenrollistas adictos a Los Soprano, pero no convencerlos de que ella era uno de ellos. Casi lamentó su elección esa mañana cuando se encontró frente a frente con todos ellos y tuvo que largarles un inevitable pero breve presentación en la que dejaba claro cómo se las gastaba.

Uno a uno, todos fueron desfilando por su despacho. La primera fue una tal Tania y, por lo que pudo deducir, no tenía ninguna función específica dentro del departamento.

- Yo sirvo para muchas cosas, no sólo para hacer fotocopias. Me encantan tus zapatos –luego suspiró, como si no pudiera permitírselos y empezó a reír. Silvia advirtió que algo brillaba en su lengua.

- Es un piercing. Me lo hice en Londres el año pasado.

Sí que empezamos bien, pensó Silvia. Lo peor es que el traslado no incluía a su vieja secretaria, la sufrida pero eficiente Belén. Pronto desestimó la idea de formar a Tania. No quería pasar otra vez por la fase de pigmalión y verse comprometida por una chica que tenía pinta de irse de copas cinco días a la semana, tirando por lo bajo. Al fin y al cabo, esa misma mañana iba a entrevistar a una candidata. En cualquier caso, pronto comprendió que se enfrentaba al más heterogéneo batallón de colaboradores.

- No escribo muy bien, pero conozco todas las series. Mis favoritas son Friends y Bola de Dragón, no sé si ésta la conoces. Son dibujos japoneses, pero es como un culebrón. También me gustan las novelas de Marian Keyes. Ojalá se pudiera hacer algo parecido en la tele.

- ¿Algo parecido a qué?
- A las novelas de chicas de Marian Keyes –al ver la gélida reacción de Silvia, forzó una actitud de seriedad.
- ¿Quieres decir imitar?
- También se me da bien hablar con la gente de las productoras –y reanudó su sonrisa.

Silvia no lo dudó.

Aunque tenía veinte años y era bastante guapa, a Silvia le desagradó la candidez de esta chica que parecía querer comerse el mundo. Algo había en ella que la recordaba a una vieja amiga de la universidad, la misma que la había traicionado cuando trabajaban juntas en Antena 3 liándose con el que entonces era su novio, Luis Muñoz, un niñato que no tenía empacho en incluir como experiencia previa en su currículum su afición por las regatas, amén de ciertas amistades con políticos de centro derecha. Aún guardaba una copia en su caja de cosas memorables, junto a un pañuelo que perteneció a Pierce Brosnan y una pequeña brújula que encontró en un huevo Kinder durante una fiesta en Ibiza. Desde que Luis y su amiga se casaron, Silvia había fantaseado con su separación y sus posteriores y respectivas depresiones, aunque muy a su pesar estaban hechos el uno para el otro. No tendría esa suerte.

El siguiente en comparecer fue Josep, quien a sus treinta años recién cumplidos estaba a punto de convertirse en obeso mórbido. Silvia casi le compadeció al verlo sentarse en la silla, resoplando, y todo el aspecto de pasar los fines de semana encerrado en casa jugando a la Play. Silvia tenía una particular aversión por los hombres aficionados a las consolas de videojuegos. Tenía entendido, pues así se lo había contado una vieja amiga, que algunos hombres pueden pasar días enteros disparando contra horrendos monstruitos pixelados, mientras se olvidaban de que ahí fuera hay una mujer esperándoles. ¿Pero quién la esperaba a ella? Por su parte, ella nunca sucumbió al furor femenino por el Tetris. Bastante tenía entonces con las llagas que le producían la ortodoncia. Y por lo que respecta a los hombres, en ese momento tenía uno delante.

- Aquí pone que tras acabar la universidad rodaste un corto en dieciséis milímetros. Pero no pone el título. –Silvia levantó los ojos del papel, justo en el instante en que la nerviosa mirada de Josep se batía en retirada de su pecho. Silvia sintió una leve chispa de vanidad e hizo como si no se diera cuenta. Josep sufrió tratando de no balbucear.

- Pan y pedos en el Oeste… Una comedia… Es decir, una… ¿Cómo se dice?... Un falso biopic… Esto,… salía Alejo Aladro. – las mejillas coloradotas le daban el aspecto de una bola de navidad.

Alejo Aladro, el actor de moda que hacía furor en Coleguitas, una serie de la competencia que había recibido multitud de premios y que un crítico de televisión de El País había definido como “una impostura metalinguística en la que se dan la mano la alta comedia americana de los cuarenta con el insobornable espíritu del gag de extrarradio y el palillo en la boca”. Silvia los tenía a todos enfilados, por su palabrería y ese tonillo condescendiente del que sienta cátedra todos los días para desayunar. Desconfiaba sobre todo de los típicos intelectuales que aún se aferran desesperadamente a sus cuellos mao y se acompañan con palabras como indefectible, taumatúrgico y apodíctico. No se había convertido en una temida directora de programas para le viniera un mirón a decirle cómo debía construirse la modernidad televisiva. Por lo tanto, no le impresionaba el breve aunque intenso currículo de Josep, ni sus solapadas aunque pretendidas maneras de auteur. Viéndolo ahí sentado, parecía un muy poquita cosa. Por supuesto, su serie favorita era Los Soprano.

Lo cierto es que desde hacía muchísimo tiempo Silvia no había sentido tanta inseguridad. Sospechaba que su nuevo puesto, lejos de catapultarla hacia nuevos horizontes, la orillaba en el limbo de los que están a punto de fracasar. Hasta entonces su carrera, forjada con esfuerzo y, no está de más decirlo –se dijo-, áspera determinación, le había recompensado tempranamente con el éxito. Cierto que no era lo que se dice todo un personaje. Había tenido que sacrificar cierta cuota de simpatía para confeccionarse un traje a la medida de su ambición. No caía bien a sus compañeros, lo que, lejos de desanimarla, afianzaba aún más su propio convencimiento. El odio que suscitaba era sólo el efecto residual de su propia imagen, manipulada por los mediocres que querían verla caer en desgracia. ¿Y si, como ya había empezado a temer, su nuevo cargo era sólo una forma de desubicarla? Aunque estaba dispuesta a ponerse las pilas, sabía que el departamento de ficción no era precisamente el jardín de las delicias. No le asustaba el trabajo duro, pero sus opciones, reconocía con pesar, habían disminuido. Lo único que podía hacer era sobreponerse a su circunstancia. Ganar como sólo ella sabía hacerlo.

Cuando Josep salió de su despacho, pudo seguirlo con la mirada. Sus compañeros levantaron las cabezas de los monitores, expectantes. Aunque no podía verlo, sabía que el rostro de Josep trataba de transmitirles cierta complicidad. Silvia estaba acostumbrada a ese tipo de reacciones. Eran parte de su trabajo. De espaldas, Josep adquiría otro perfil. Un cobarde, se dijo, un cobarde poco peligroso que actúa siempre entre las sombras. Al fondo, bullía el contorno de una gastada camisa de Custo. Era Tania, luciendo protagonismo explicando su experiencia en el interior de la boca del lobo.

Con Maite las cosas tomaron otro cariz. Para empezar, inspiraba cierta aunque incómoda profesionalidad. Llevaba quince años en el departamento y transpiraba una tranquila desesperación. Cuando le comentó lo que, a su juicio, necesitaba la emisora para obtener una audiencia rentable para sus teleseries, ella le reconoció que no podían limitarse a copiar los formatos de sus competidores.

- El problema –dijo, enfrentándose a su mirada- es que hasta ahora nos hemos limitado a hacer costumbrismo. En estos momentos, tenemos tres series de producción propia y dos en preproducción. Todas están planteadas en los mismos términos. No diversificamos las audiencias.

Silvia no le iba a hacer el juego. De momento, hasta que empezara a familiarizarse con su puesto, ella se dejaría hacer. Como organizadora, sabía que los silencios no la comprometían. Se limitó a encajar imperturbable las opiniones de Maite, un poco subidas de tono cuando se refirió de forma indirecta a la política de los directivos.

- No se trata de hacer algo como Sexo en Nueva York. No tenemos los medios. Todo empieza por el guión. Y los guiones que nos están llegando carecen por completo de originalidad. Como esta biblia que me han enviado esta mañana – y la dejó caer con suficiencia sobre la mesa, gestó que no gustó nada a Silvia.

Silvia sabía que todas las semanas llegaban no menos de diez biblias al departamento. Una biblia era la forma en que los guionistas presentaban un nuevo proyecto a la cadena. Habitualmente, las biblias las presentaban las propias productoras con la esperanza de que la cadena decidiera grabarlas. Contenían una sinopsis general del argumento, un mapa de personajes y una estimación de su audiencia potencial. En algunos casos, las biblias contenían un primer episodio desarrollado, pero en la mayoría de los casos se limitaban a describir el plan general de la serie. Lo más habitual era que los autores trataran de ensalzar sus propias ideas, vendiéndolas como si fueran originalísimas y convencidos de su inevitable éxito entre el público. Silvia sabía que la mayor parte de las biblias eran necesariamente rechazadas, precisamente por su falta de originalidad o su descaro a la hora mezclar, con total impunidad, elementos de otras series de prestigio, en su mayoría americanas. Exactamente como el narrador omnisciente de esta narración que, ya, justo ahora, termina en su segundo capítulo.

(To be continued)

Una niña taoísta

A menudo los hombres definimos demasiado nuestra personalidad por nuestros gustos. Nos sentimos obligados a decir no me gusta aquello o no me gusta eso otro. Sí, es difícil mantener una apariencia de individualidad dados los tiempos que corren. Pero esta forma de elegir, de computar la existencia a través de las cosas y usar la extensión de nuestro cuerpo en la búsqueda de una satisfacción hipotética… Ah, eso es la ruina.

La potencia soberana del ser humano se manifiesta en pequeñas puñaladas satíricas que se clavan en la espalda del más elemental sentido común. No me extraña, por tanto, verla en la calle sola, apenas cuatro años de carne y pelo, rondando por los comercios, festejando su propia existencia sin miedo, ajena a su madre que trabaja en la frutería, jugueteando –me cuentan- con un viejo cuchillo. La viva imagen de la inocencia inconsciente del peligro.

Un día entró en Er Güishi como si fuera la mismísima casa de Picachu. Con ese respeto que a veces se les tiene a los niños, alguien la colocó en un taburete. Pedía agua, y agua se le dio a la niña. Permaneció un rato, consciente de la atención que suscitaba, mientras envidiábamos aquello que hacía tiempos todos habíamos perdido. Qué suerte, pensé, ir por la vida poniendo en cuestión todos los esfuerzos de control y éxito, armonizar en plan taoísta con todos los acontecimientos. Como esta niña, sobre la que podrían reposar los siete pilares del universo.

Al mismo tiempo, la niña era la negación absoluta de la autoridad. Qué tipo de protección necesita esta niña por parte del Estado. ¡Por favor, llamen a asuntos sociales!, dirán las mentes avisadas. ¿Para qué?, me pregunto. Ahí tienen la crítica más potente de la psicosis contemporánea. Blindada, surfeando sobre las olas del cambio, se desliza con habilidad por la corriente de la vida. Quién puede decir dónde tiene que estar.

Vale, es una niña. Pero apenas es. Nos lleva cierta ventaja.

Dios es una niña asustada, dijo un conocido y tatuado escritor.

Jo, tía ( I )


Desde hacía semanas la atmósfera en Canal 8 estaba cargada de tensión. Todos suponían que la llegada del nuevo equipo directivo se saldaría con despidos y nuevas contrataciones, pero Sandra, que nunca se dejaba llevar por el pánico que producían los rumores, sabía que aquello no duraría mucho. En su despacho, decorado con un exquisito aunque improvisado toque moderno, se respiraba absoluto control. En las paredes color melocotón, corchos de color oscuro con todos los puntos importantes del orden del día; sobre la mesa, un portátil de última generación mostraba las diapositivas de Power Point para la presentación del último proyecto de la cadena, un magazine nocturno para mujeres que, por supuesto, ella misma presentaría. Había trabajado mucho durante las últimas semanas, fines de semana incluidos, y hoy se había prometido acudir por fin al gimnasio. Todo estaba en perfecto orden hasta el momento en que su secretaria llamó a su despacho.

- ¿Estás ocupada? –preguntó Belén, quien temía no haberla cogido en buen momento.


- No, pasa.


- ¿Han llamado de arriba? Fabrizio quiere verte. Dice que es importante.


- ¿Te ha dicho para qué era? –recalcando con la voz lo importante que eran los detalles de una conversación telefónica, y más en este caso.


- No –e hizo una pausa para justificar su culpabilidad-. Han echado a Roberto.


- ¿En serio? –y mentalmente añadió: no me extraña nada.

Belén se quedó unos instantes junto a la puerta, luego giró sobre sus talones. Cuando iba a salir, Sandra la detuvo con un gesto de la mano y le indicó que esperase. Abrió un cajón de su mesa y extrajo una carpeta llena de informes y estudios de mercado. Sandra era una experta creadora de instantes de suspense. Una de sus mejores habilidades consistía en descolocar a un interlocutor con pequeños pero constantes silencios, de esa manera conseguía ponerlo nervioso.

- Subiré en diez minutos. Toma, haz una copia y pásala a producción.

Así que Fabrizio Burri, el hombre fuerte del departamento de contenidos, quería hablar con ella. Desde que el nuevo consejero delegado comenzara a deambular por los pasillos, todos en la emisora sabían que las cosas, tarde o temprano, iban a cambiar. Ya lo habían hecho para ella cuando, a la semana, su jefa fue sometida a una humillante ronda de reuniones que se saldaron con el despido de todo su equipo. Sólo ella, Silvia, se había salvado del pequeño genocidio laboral que se había producido. Sus continuas desavenencias con Marga la habían excluido de la quema, pero no de las murmuraciones que el resto de sus compañeros le dedicaban cuando la veían caminar, con decidido paso, por los angostos pasillos del Canal 8. Llegará lejos, solían decir, como si su falta de escrúpulos hiciera inevitable su viaje estratosférico hacia el éxito.

Silvia tuvo que esperar veinte minutos fuera de la sala de reuniones. Frente a ella, en una mesa llena de papeles, se sentaba una secretaria de aspecto anodino, vestido con una falda globo de color verde y un top negro que dejaban ver unos pechos prietos y redondos. El tipo de chica, pensó, que se mantenía alerta las veinticuatro horas del día e invertía gran parte de su sueldo en comprar trapos en el Zara, sucedáneos de la ropa de firma que Silvia sí podía permitirse. Tenía una palabra para definir aquello, una palabra que se repetía en su cabeza desde los tiempos en que era una simple aunque abnegada becaria. Ertsatz, se dijo mentalmente. Ertsatz. Aunque su inglés, adquirido durante un semestre en Dublín, era excelente, siempre lamentó no haber aprendido alemán, el idioma, le había contado su novio, de la filosofía. Uno de sus pasatiempos favoritos era descubrir palabras en otros idiomas que tuvieran un significado revelador. Ertsatz, por ejemplo, le gustaba porque definía a aquellos productos sustitutivos que, en tiempo de carestía, se vendían en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, como el café de bellota. Para Silvia, Ertsatz eran los ridículos zapatos de marisabidilla que llevaba la secretaria, parecidos a unos Sergio Rossi de la temporada anterior.

En la sala de juntas, Fabrizio comentaba con Tomás, director de contenidos de Canal 8, su último viaje en barco por Menorca.

- Ando un poco pillado de tiempo. Tal vez debería entrar –comentó Tomás, que lo ignoraba todo acerca del mar.
- Pero lo mejor, sin duda, es cuando al atardecer bajamos del barco y fuimos a cenar a Monteverde. ¿Sabes quién estaba allí? Adivínalo.
- No sé. ¿Quién estaba allí? –preguntó casi obligado por el entusiasmo de su amigo y superior.
- Carlos. El muy cabrón se ha comprado otro barco.

Tomás no dijo nada. Estaba acostumbrado a escuchar las peripecias de su viejo compañero de universidad, pero últimamente encontraba cargante tener que escuchar sus pormenorizadas hazañas náuticas. A él no se le ocurría hablarle de sus fines de semana en Los Molinos, un pueblo de la sierra de Madrid donde solía pasar los fines de semana escribiendo una interminable novela generacional. Pero era su jefe y era su amigo.

- Bueno, dejamos que entre –accedió Fabrizio con desgana, como si fuera un penoso trámite.

Cuando Silvia entró, la actitud de ambos había cambiado.

-Siéntate, Silvia. –le ofreció Carlos, con la elegante disposición de un distinguido y veterano canoso.

Ella se sentó, armoniosa, cruzando suavemente los pies, pasándose la mano por su pelo color caramel y esbozando una sonrisa que dejaba traslucir un seguro pero radiante estado de beatitud. Luego se ajustó el brazalete de su brazo derecho. Estaba estupenda con aquel conjunto de chaqueta azul de Sybilla. Lo sabía porque Carlos fingía no mirarla y Fabrizio, cuya fama de mujeriego era bien conocida, lo hacía de forma general, como tratando de encontrarle algún defecto.

- Contigo queríamos hablar –dijo Fabrizio-. Y el tono no le gustó, como si aquellas palabras no pudiesen ser pronunciadas o no estuviesen previstas -Silvia, como un resorte, se tensó en la silla. Su rostro seguía sonriendo, pero en su ánimo se cruzó una sombra de alarma-. Nos gusta mucho como trabajas. Hemos leído hasta la última coma del proyecto que presentaste la semana pasada. Y créeme que nos gusta. Nos gusta mucho.
- Creo que es bueno en este momento para la cadena renovar su imagen con un magazine más moderno –apostilló Silvia, arrepintiéndose de la forma en que había elegido sus palabras. Algo no iba bien. Lo sabía.
- Totalmente de acuerdo –añadió Tomás, con suave pero irritante condescendencia.

¿Era posible que estuviese pasando aquello? Silvia se había dejado el pellejo en aquella idea y ahora, lo presentía, iba a ocurrir algo que no entraba en sus planes. Tras el aparatoso despido de Marga, había dado por supuesto que la vacante sería para ella. En esos instantes comprendía demasiado bien que sus ilusiones eran infundadas, que había ocupado temporalmente el puesto de su ex jefa. Qué tonta había sido.

- El caso es que tenemos problemas con el departamento de ficción. Como sabrás, la semana pasada retiramos de parrilla la serie Las chicas de Serrano. Era la gran apuesta de la cadena para la temporada –Fabrizio la miraba a los ojos, con fijeza, y ella no podía escapar de su escrutinio.

- En estos momentos sólo nos salvan las reposiciones. Mientras, nuestros rivales han aumentado en dos puntos su audiencia –aumentó Carlos, en lo que parecía una coordinada estrategia retórica.
- Comprendo –musitó Silvia con un matiz apagado.
-Queremos que tomes el mando. Queremos que reorganices todo el departamento. ¿Cuánto tiempo llevas en el Canal 8? ¿Doce años? –Tomás miraba unos papeles encuadernados con el logo de la emisora, dos círculos negros que semejaban dos bolas de billar.
- El mes que viene hago trece años.
- Esto es una recompensa y una muestra de nuestra absoluta confianza en tus posibilidades – Tomás, como era habitual, se encargaba de los aspectos positivos de las reestructuraciones.

Silvia asentía, tratando de detener la marcha de su hormigonera mental. Sentía que su cuerpo se escurría en la silla. Cada palabra de sus interlocutores tenía el efecto de un golpe de sal en el pecho. No podía ser. Durante un momento, se quedó mirando la punta de sus zapatos. Ertsatz, y la palabra se iluminó como un neón en su decepcionada cabeza. Todo encajaba. Habían echado a Roberto y ella iba a sustituirlo.

- Lo más importante es tener mano izquierda con las productoras, pero sobre todo tener buen ojo. Como sabrás, Roberto últimamente no daba pie con bola, como quien dice. Necesitamos a alguien como tú, alguien que esté al tanto de las tendencias y sepa anticiparse. Sabemos que eres una organizadora extraordinaria, pero también que nunca habías trabajado en ficción –la típica palabrería de ejecutivo en boca de Tomás adquiría la grandeza de un general romano arengando a sus tropas-. Y sabemos que no te asustan los desafíos.
- Si la memoria no me falla, sólo tienes treinta y seis años –remató Tomás.

Sí, tenía treinta y seis años y no le asustaban los desafíos, pero no había trabajado en programas para que ahora, a punto de convertirse en una estrella, le destinaran al lúgubre departamento de ficción, ese secadero de guionistas, productores y analistas donde se confeccionaban absurdas tramas sentimentales y comedias costumbristas que ella detestaba. Aunque las veía por motivos de trabajo, le desagradaban los tópicos argumentales con que se desarrollaban. Silvia había cumplido con Canal 8. Había sacrificado su juventud, se había levantado a las seis todas las mañanas, acudía regularmente a las fiestas, se apuntaba a todos los cursos de reciclaje, trabajaba hasta catorce horas diarias. Sí, los directivos de Canal 8 no tenían problemas en recolocar a su plantilla y recompensarla con sueldos tercermundistas. Lo que no esperaba es que aquello le estuviera sucediendo a ella. No entraba dentro de sus planes el abandonar sus importantísimos contactos en el mundo de la moda. Pero lo peor, sin duda, era lo rápido que estaba sucediendo todo. La noche anterior había fantaseado sobre la reunión, imaginado cada respuesta que daría a Fabrizio, convencido de las posibilidades que le ofrecían su imagen y su talento, segura de que en menos de un año el programa que presentaría subiría como burbujas de champán a la fama televisiva.

- Te necesitamos –confesó Tomás, pero las palabras sonaron huecas, carentes de sentido.
- Estamos buscando a una directora a la que no le asuste pelearse con las productoras, alguien capaz de templar los ánimos de un guionista con aires de grandeza. Creemos que reúnes todas esas cualidades.
- ¿Qué hay de mi proyecto? –Silvia lamentó en el acto su falta de tacto.
- La franja de la medianoche ya está cubierta. Hemos contratado a Piluca Montes.

Dios mío, no podía ser que hubiesen llamado a esa hortera de mercadillo. Pero si la noche le venía tan mal como un trench de imitación de Burberry. Y además, con ese culo…

- Ya lo habíamos apalabrado antes de lo de Marga. Fue la primera persona en la que se pensó para cubrir su puesto. Su proyecto nos convenció –Fabrizio se pasó la mano por su espeso pelo, tratando de obviar el hecho de que Piluca y él habían salido juntos.

El culo de Piluca Montes no estaba tan mal para alguien que practicaba pilates todos los días. Silvia estaba particularmente orgullosa del suyo, pequeño y torneado, trabajado en duras sesiones de aqua spinning pero gozaba estimando a la baja el de sus competidoras. Sabía que era una actitud infantil, pero eso no le arrebataba la satisfacción de despreciar el culo de una rival como Piluca, actriz/presentadora cuya trayectoria Silvia siempre definió como oportunista. Secretamente odiaba el mundo de los actores barra modelo barra presentadores, aficionados que se amparaban en sus físicos de escándalo para presentar concursos absurdos o participar como colaboradores en tertulias de famosos. Ella era una profesional, una profesional con un culo luchador y desenvuelto.

- Empiezas la semana que viene. Mismo sueldo –atajó Fabrizio, que no intuía la hecatombe moral que se estaba produciendo en el interior de Silvia.

Fabricio y Tomás la miraron con misterioso interés, casi expectantes. Silvia tuvo que disimular. En su fuero interno –y el suyo hervía como la lava de un volcán-, no podía dejar de sentirse decepcionada. Así que esa era la manera en que Fabrizio la recompensaba, enviándole a la vieja nave de la cadena, un tugurio mal ventilado donde se almacenaban guionistas con gafas de pasta y redactoras alternativas vestidas con faldas jipis. Allí, a supervisar los delirios dramáticos de personajes esquematizados, a corregir subtramas de juzgado de guardia y dirigir un departamento compuesto por veinteañeros recién salidos de la facultad de Imagen y Sonido dispuestos a escribir la gran novela televisada.

Cuando salió de la sala de juntas, sabía que el rumor de su traslado pronto se extendería por toda la cadena. Sabía, además, que nadie iba a echarla de menos por allí. Tenía fama de borde y despiadada. Sus comentarios solían ser letales, tan ponzoñosos que muchos de hecho se alegrarían de verla lejos de los platós. El viernes al mediodía, cuando Silvia comenzó a trasladar sus cosas, las maquilladoras la llamaron para festejar su nombramiento. La inevitable despedida se saldó con vino blanco en vasos de plástico, patatas fritas y cacahuetes. Estaban todos, incluidos los chicos de producción, que se abalanzabanon sobre las salchichas de cóctel como chacales desnutridos. Ertsatz, gritó mentalmente. Cuando le despedida de Silvia dejó de interesar, ya que nadie había tenido valor para festejarla con grandes palabras, entonces apareció Tomás, que solía aparecer cuando se despedía un empleado o, como era este el caso, se humillaba públicamente a un empleado con una recolocación. Afortunadamente, el discurso apenas duró cinco minutos y se saldó con un desinterés generalizado hasta que una chica apareció con un enorme tarjetón lleno de alegres dedicatorias. Más tarde, ya en casa, Silvia se encontraría con un clarísimo y exclamatorio: Que te jodan. Su autora, sabía Silvia, era una de las chicas que habían trabajado a sus órdenes, una tal Begoña que debía tener una salud precaria, dada la facilidad para darse de baja proverbialmente en fechas señaladas. Silvia encajó todo aquello como si de verdad estuviera ilusionada. No les iba a dar el gusto de dejarse ver jodida y bien frustrada.

- Gracias a todos, pero tengo que irme. Aún no he terminado la mudanza.
- Claro –dijeron a coro sus antiguas subordinadas-. Y ánimo.

Justo cuando salía por la puerta, pudo escuchar un comentario en voz baja.

- ¿Pero has visto su cara? – Era Begoña en el centro de un sonriente corrillo.

La fiesta duró hasta que se terminó el vino. Entonces a una tal Verónica, redactora de sociedad, se le ocurrió seguir con las celebraciones fuera de trabajo. Todos aplaudieron entusiasmados. Era viernes y todo el mundo tenía ganas de marcha. Esa noche Verónica bailaría como una loca en el Skizo y un año más tarde se casaría con Víctor, realizador del matinal. Por su parte, Begoña, que no podía ocultar la satisfacción por el despido de su jefa, se enrolló con un jovencísimo cámara en su destartalado piso de Malasaña. Jorge Saldaña, el regidor de Hablando por los codos, lo intentó con Lola, de maquillaje, pero tuvo que desistir cuando tuvieron que llevarla al baño para vomitar. Fue una gran noche.

Obi Wan que estás en los cielos


Esto no es un guiño a la Tabernera de la Isla que, con ser trekkie, no le hace ascos a un buen sable láser. Yo, caballero mongoloide, siempre he pensado que la saga de La Guerra de las Galaxias mantiene inquietantes relaciones con Sócrates y el gobierno de los Treinta Tiranos. No es una cuestión de equivalencias automáticas, no consiste en decir que Obi Wan es Sócrates. Porque en este sector de la galaxia, no les vengo a hablar del maestro de Platón ni –por favor, tío, vale ya- de La venganza de los Sith. Yo quiero hablar de Alcibíades, su favorito.

He conocido alguno, pero el primero que existió surgió en Atenas. Era guapo, cachas y valía un Potosí, que diría la abuela Cuca. Alcibíades era el mejor discípulo de Sócrates y, por lo que cuenta en sus diálogos Platón, a Sócrates se le hacía, supongo que en sentido figurado, el culo agua, sobre todo cuando lo oía hablar en casa de Critias.

Sócrates, que como muchos periodistas comía caviar para llevar lentejas a casa, no se perdía ninguna de las fiestas de sus conciudadanos, en especial si allí estaba su más querido y efébico concubino intelectual. Sí, Alcibíades destaca por encima de todos los jóvenes de su ciudad y pronto caerá en desgracia, en el –oh, amo Luke- reverso tenebroso de la fuerza.

Aquello fue el primer aborto intergeneracional, peor que el frustrado ladrillazo del 68, peor incluso que las 99 quejas que formuló un cura de Münster contra cierto gran ropavejero católico. Peor por todo lo que vino después, quiero decir.

Era ingenioso, buen deportista e irreverente a toda costa. Era autocomplaciente, un verdadero putón de academia y le gustaba beber a espuertas. Se comportaba como la prima donna, como el perejil de todas las salsas públicas, un poco a la manera de Paris Hilton o una estrella de rock histérica y antisocial. Nos les caía muy bien a los mediocres igualitarios. Sócrates, enemigo de todos y de nadie, lo apadrina, le enseña los caminos de la dialéctica, pero el discípulo termina traicionándolo. Sí, el lado oscuro es más “fácil, más rápido, más seductor”. Después de todo, no sabía que no sabía nada.

Alcibíades se había creado demasiados enemigos. En realidad, no era más que un hijoputa engreído. Cuando los demos (los igualitarios) se enteran de que ha dañado una estatua sagrada de Hermes, ven la oportunidad para destruirlo, a pesar de sus notorios éxitos militares como comandante.

Alcibíades tuvo que exiliarse en Esparta, enemiga natural de Atenas, lo que enfureció aún más a los defensores de lo políticamente correcto. Fue condenado en ausencia. Esto, por supuesto, oscureció más la reputación del bueno de Sócrates, que ya es decir. Y aunque luego regresaría y su vida estaría marcada por exilios ocasionales, Alcibíades quedaría ya marcado por la cultura espartana, tan disciplinada y autoritaria. Imagínense al mejor discípulo de Einstein escribiendo un tratado de astrología y se harán una idea. Por lo demás, los demos meaban fuera de tiesto al creer que Atenas se había socratizado. ¿Acaso Marx era marxista?

Alcibíades era un gran arribista, un oportunista afortunado. En 404 a. C., tras dos siglos de triunfante apogeo, Esparta derrota a Atenas. Los aristoi (los mejores) atenienses no dudan en aliarse con los vencedores hasta que consiguen disolver el precario estado democrático. El nuevo estado lo crean Critias y Cármides, seguidores antaño de la contracultura socrática y -es muy curioso- familiares cercanos de Platón. ¿Dónde se escondía el cabroncete?

El orden creado por los Treinta Tiranos era obscenamente corrupto y sanguinario, y al menos tan arbitrario como el gulag de Stalin. Por supuesto, quisieron atraerse al bueno de Sócrates encargándole ciertos trabajos de extorsión a sus conciudadanos, pero no consintió. Siguió ridiculizando el nuevo gobierno, al igual que todos los anteriores.

Todo duró un año, tras lo cual se ordenó una amnistía general para los oligarcas. Nadie sería juzgado por sus crímenes anteriores. Los rencores, no obstante, no desaparecen y todos fijan su atención sobre el hombre de la mirada ausente, el mismo que algunos han visto discurriendo a solas bajo el pórtico, en voz alta, con el pelo revuelto. Ese, sí, el corruptor de menores, ese que zascandilea de aquí para allá. Sí, ese que hace preguntas y se las sabe todas. Sí, el gorrón.

Vamos todos a por él.

McLeod


A primera vista, con esa mirada impertinente tan propia de las mentes apresuradas, McLeod resulta fosco. Con el trato uno luego va suavizando sus primeras impresiones hasta que descubre a un buenazo de voz implacable y turbia, más propia de un estibador que de un esforzado padre de una niña educadísima. Es lo que tiene este tipo al que sólo le falta blandir una claymore en las habituales verbenas dialécticas de Er Güishi. En ocasiones, es necesario desjarretar a ciertos mamarrachos con la fría hoja de la displicencia, cosa que McLeod, con ternura brutal, sabe hacer muy bien. Carece de crueldad, pero ojo con aquellos que osen visitar el centro histórico de sus sacrosantos cojones. En un aviso para todos aquellos cuelgacapas comunitarios que piensan que aquí, lejos de papá, pueden practicar una bohemia en plan erasmus, sin un duro y modales de forajido. A esos nos lo queremos, por mucho que se pongan a practicar capoeira para impresionar a las chicas guapas. Y muchos menos si organizan penosas batucadas con los barriles de cerveza. No confundamos el buen rollo con la mala educación, señores.

Por lo demás, McLeod tiene un discurso coherente, veteado de hallazgos sorprendentes, que aportan más por lo que informan que por lo que a primera vista podrían sugerir. Hablen con él. Aprenderán a callar y a desprenderse de la asquerosa costra de los prejuicios.

lunes, 4 de junio de 2007

Tobías se casa

Tobías el alemán se casa esta semana en Sevilla, ¡enhorabuena, Tobías!
Ayer estuvimos celebrando con él sus últimos días de soltería, antigua tradición, aunque en realidad hace ya tiempo que es como si estuviera casado. Es un hombre de fuertes convicciones.
Conozco a Tobías desde que firmé el contrato de arrendamiento del bar, él me ayudó en la reforma; acababa de llegar a España y todavía le costaba hablar español, aunque ya se las arreglaba para hacer bromas. El teutón tiene mucho age, vamos, que tiene mucha gracia, y con ese acento más. Me he reído muchísimo con sus ocurrencias, y me gusta ver con qué facilidad socializa con otros parroquianos del güishi.

Espero que no cambien las cosas y que nos sigamos viendo a menudo, porque es garantía casi segura de un rato la mar de agradable cuando eso ocurre.

Que os vaya bien juntos, hombretón.

un mundo feliz

Hace dos días vi un documental sobre la Enron, la todopoderosa empresa norteamericana que estafó a los ciudadanos de su país miles de millones de dólares, y se salieron con la suya durante años. Una de las razones de que se salieran con la suya fue que el engaño fue encubierto por auditores, bancos, y políticos, entre otros. Era escalofriante ver tal nivel de corrupción, una compleja maraña de engaños cuyo último fin era el beneficio a toda costa...

Últimamente he tenido problemas en casa y en el bar con Ono, Telefónica (nos ha estafado unos 300 euros), estoy convencida de que Iberdrola me factura electricidad que no he consumido, igual que el canal de Isabel II con el agua. He pagado a la Seguridad Social hasta un 37% de intereses por demorarme en el pago de autónomos, y si hablamos de alquileres, todos tenemos algo que decir sobre eso...

No me convence para nada este sistema. ¿Por qué tiene que ser todo así? ¿Alguien cree que esto se pueda cambiar? ¿Deseamos cambiar o es que en general estamos satisfechos? Me pregunto si esto es debido a habernos alejado tanto de la naturaleza, estamos desarraigados, y tampoco tenemos raíces en una comunidad, estamos sólos y nos limitamos a sobrevivir...Me atrevo a afirmar que nos acercamos a un punto de inflexión. Todos llevamos dentro el deseo de mejorar nuestras vidas, y en el fondo sabemos que algo no anda bien. Merecemos un mundo mejor, lo que no sé es si depende de nosotros.