martes, 8 de mayo de 2007

Ubi sunt?


Veía los mismos personajes por mi barrio. La primera vez que la vi pude fijarme en su tranquilos vagabundeos, sus largas y pacientes esperas en los bancos, la elegancia de su falso abrigo de piel de tigre, sus rastas salvajes, su mirada extraviada. Era negra, inmigrante, mujer y no era joven. Lo tiene difícil, pensaba. Qué es lo que hará aquí, cómo vino, dónde duerme, quién la habla. Un misterio. Es bastante probable que no pronuncie una palabra en castellano, y que esté loca. Aunque la locura sólo es un punto de vista, una mirada sin retorno, ya que es probable que esta mujer proceda de un lugar donde se mostraba enteramente cuerda. Es este lugar, este mundo que no comprende, lo que la mantiene en su laberinto en el que nadie quiere perderse. Me recuerda a mi madre.

También la vieja esa, un poco celestina, piruja, que vende abalorios. Lo hace incansablemente, a todas horas, en los bares y terrazas, con ese renquear achacoso que tienen las viejas trotadoras. De su antebrazo cuelgan como lianas decenas de collares de cuentas brillantes, pulseras y toda la ínfima quincalla de la que se provee en los cientos de tiendas al por mayor de Lavapiés. Es raro que no la vea al menos dos veces a la semana, inevitable, en algún garito, gritando el precio de su mercancía. Imagino que el negocio funciona. Ya puedo imaginármela todas las noches recontando alegre las monedas en un pequeño pisito de Embajadores -un gato es su única compañía- mientras en la cocina bulle el guiso en el puchero y la televisión escupe sus últimas novedades. Un verdadero tipo barojiano que sólo existe en la novela de este barrio descuidado, desordenado, que parece funcionar sólo.

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