A los aficionados a los videojuegos les ha pasado lo que a Azorín con el cine: en ocasiones han experimentado su afición como una pasión vergonzante. En aquellos años, los años del escritor alicantino, el cine carecía del dorado prestigio que goza en la actualidad, tan llena de cultísimos cinéfilos que no se pierden una. Cada época tiene sus Moloch, y la nuestra lo ha encontrado en esta forma de expresión que muchos dudan posea virtudes artísticas.
Los videojuegos, en efecto, poseen cualidades artísticas, pero no hay un Umberto Eco, un Marshal McLuhan o un François Truffaut para darle una pátina culturalista a este fenómeno tan característico de nuestra época. La crítica de videojuegos, cuando es positiva, apenas se dedica a ensalzar las características técnicas del producto. Cuando es negativa… Entonces no falta quien alce la mano para advertir sobre su propia naturaleza corruptora, su virtualidad platónica y el resto y lo demás. Son como eunucos hablando de doble penetración.
No me interesa convencer a todos aquellos que jamás se han echado una partidita al Tetris, videojuego que desde su génesis encerró todas las contradicciones de la época en que se creó (su autor, el matemático ruso Alexei Pajitnov, vendió la patente al gigante japonés Nintendo por una suma ridícula, en una época especialmente difícil para el régimen soviético). Mi finalidad no es dignificar un medio que ya factura más dinero que la industria del cine.
No soy un otaku (1), mi vida es ridículamente normal y me gustan los videojuegos por la sencilla razón de que son muy entretenidos. Como un buen libro de poemas, como una película de Rohmer, como un lienzo de Caravaggio.
El problema es que lo ignoramos todo sobre el mundo del videojuego. Incluso aquellos que pasan horas jugando a sus videojuegos favoritos ignoran mucho de lo que sucede en torno a ellos. En nuestro país, lo peor no es nuestro desconocimiento, que es total, sino la displicencia y ligereza con la que se ha tratado el asunto. La historiografía, las instituciones, las universidades (exceptuando la Pompeu Fabra, que ya posee una cátedra en creación de videojuegos) han obviado sistemáticamente una realidad aplastante: el talento ha empezado a emigrar. Y no precisamente a nuestro país, el mismo que en los años ochenta era toda una potencia creadora en lo que a computación doméstica se refiere, cuando más de una docena de compañías (Dinamic, Ópera, Topo, etc), fundadas por jóvenes visionarios, dominaban los joysticks de toda Europa.
(1) Otaku (o ikikomori). En Japón, se denomina así a los individuos que no salen nunca de casa. Parece ser que la extrema presión a la que se someten los jóvenes nipones en sus colegios y universidades de cara a su futura vida de adulto, les ha llevado a muchos a negarse a salir de su habitación. Hay más un millón de jóvenes otakus en Japón y el fenómeno ya se considera una epidemia. Tradicionalmente, se les considera unos fanáticos del manga, del anime y los videojuegos. En Europa posee otras connotaciones y define al "freak" que se alimenta de cualquier tipo de subcultura, ya sean videojuegos, juegos de rol, comics, etc.