Suspendo el viaje a Málaga y me paso por Er Güishi. Qué le vamos a hacer. Llamo a mi amigo Von der Quelle., que nos iba a acompañar, y le digo que las suyas no se han suspendido.
- Vente a casa con una muda –le digo con esa autoridad napoleónica que me confiere una amistad forjada en los campos de batalla de la vida y que, ahora, pedante y barroco –Semana Santa obliga-, trato de explicaros. Von der Quelle es el mariscal Ney de quien esto escribe. Y sepan que Napoleón era un loco que se creía Napoleón. Así andamos, mi amigo y yo, dos figurones que se hipostasian (es decir, que alcanzan rango de divinidad) durante esas conversaciones inútiles y farragosas que suelen aliñar nuestros encuentros. Andamos bien pero mal, más o menos tirandillo, inmersos en una constante perplejidad que tratamos de convertir en escepticismo. Pero andamos.
Von der Quelle, que así se hacer llamar, es un caso de amistad adictiva e insobornable.
Es una delicada criatura acostumbrada a sitiarme la cocina con apetito avergonzado, como de hambre a escondidas. Cuando pondera mis esfuerzos gastronómicos con un “hombre, está muy bueno”, uno lo absuelve de cualquier tentación de glotonería. A Von der Quelle uno le da de comer porque es bueno, inteligente y tiene ese punto dickensiano que fomenta la amistad dolida y exultante.
Se puede admirar a una persona por su dinero, su carisma o su inteligencia. A mi amigo yo le admiro, entre otras cosas, por esa singular y maciza entereza que solemos admirar en el héroe de las películas. El problema es que la vida no es una película y no alcanzamos a ser protagonistas. A Von der Quelle, de hecho, le parece una ordinariez pretender eso de ser la alegría de la huerta/ macho alfa de la manada/ intelectual con gafitas/ bohemio de entresuelo/ o cualquiera las variantes que los hombres emplean para darse tono (de protagonista).
Hombre atribulado, carece de todo dramatismo romántico. Y eso es de agradecer.
Yo me lo imagino en una Atenas imposible, descansando en un pórtico, dando por el culo, figuradamente, al Sócrates de turno.
- Vente a casa con una muda –le digo con esa autoridad napoleónica que me confiere una amistad forjada en los campos de batalla de la vida y que, ahora, pedante y barroco –Semana Santa obliga-, trato de explicaros. Von der Quelle es el mariscal Ney de quien esto escribe. Y sepan que Napoleón era un loco que se creía Napoleón. Así andamos, mi amigo y yo, dos figurones que se hipostasian (es decir, que alcanzan rango de divinidad) durante esas conversaciones inútiles y farragosas que suelen aliñar nuestros encuentros. Andamos bien pero mal, más o menos tirandillo, inmersos en una constante perplejidad que tratamos de convertir en escepticismo. Pero andamos.
Von der Quelle, que así se hacer llamar, es un caso de amistad adictiva e insobornable.
Es una delicada criatura acostumbrada a sitiarme la cocina con apetito avergonzado, como de hambre a escondidas. Cuando pondera mis esfuerzos gastronómicos con un “hombre, está muy bueno”, uno lo absuelve de cualquier tentación de glotonería. A Von der Quelle uno le da de comer porque es bueno, inteligente y tiene ese punto dickensiano que fomenta la amistad dolida y exultante.
Se puede admirar a una persona por su dinero, su carisma o su inteligencia. A mi amigo yo le admiro, entre otras cosas, por esa singular y maciza entereza que solemos admirar en el héroe de las películas. El problema es que la vida no es una película y no alcanzamos a ser protagonistas. A Von der Quelle, de hecho, le parece una ordinariez pretender eso de ser la alegría de la huerta/ macho alfa de la manada/ intelectual con gafitas/ bohemio de entresuelo/ o cualquiera las variantes que los hombres emplean para darse tono (de protagonista).
Hombre atribulado, carece de todo dramatismo romántico. Y eso es de agradecer.
Yo me lo imagino en una Atenas imposible, descansando en un pórtico, dando por el culo, figuradamente, al Sócrates de turno.