Vienen desgreñados, camastrones, a desayunar por la mañana. Apuntan a la treintena, pero se empeñan en seguir viviendo como estudiantes. Algunos se sientan a la barra, piden una caña y se sumergen en sus preocupaciones. Si quieren hablar, inician conversaciones que no saben cómo terminar. Algunos son divertidos; otros, niños bien a los que la mugre no les ha comido aún ciertos privilegios de clase.
Vienen, al mediodía, con un libro bajo el brazo. Se sientan en la esquina –la soledad prefiere estos ambientes- y desmelenan sus ideas, sacan una libreta y se llevan el boli a la barbilla. Llevan el raído gabán del que cree que hace vida literaria, en versos alejandrinos y fanfarria de violines. A uno le gusta la literatura por estas evidencias, aunque no crea en la bohemia.
Viene, a cualquier hora, con su sonrisa desdentada. Es viscoso, untuoso (como Uriah Heep) y no soporta que te caiga antipático.
Viene, sin decir nada. Le pones una caña y aún te quedas con las ganas de decirle: “Hombre, tú eres el actor ese que salía disfrazado de Darth Vader en la peli esa de Álex de la Iglesia”.
Viene como una sombra de sí misma, olisqueando las esquinas, muy negra (de color), con esa adorable cara de haba o señorita caprichosa –según el momento- y se sienta a tu lado, mirándote con ternura, hasta que te arranca con fiestas un trozo de mollete. Luego, si no hay más, se va hacia otras mesas, esta perra sablista y un poco golfa, que ya va de tapas cuando su amo todavía está desayunando.
Vienen, al mediodía, con un libro bajo el brazo. Se sientan en la esquina –la soledad prefiere estos ambientes- y desmelenan sus ideas, sacan una libreta y se llevan el boli a la barbilla. Llevan el raído gabán del que cree que hace vida literaria, en versos alejandrinos y fanfarria de violines. A uno le gusta la literatura por estas evidencias, aunque no crea en la bohemia.
Viene, a cualquier hora, con su sonrisa desdentada. Es viscoso, untuoso (como Uriah Heep) y no soporta que te caiga antipático.
Viene, sin decir nada. Le pones una caña y aún te quedas con las ganas de decirle: “Hombre, tú eres el actor ese que salía disfrazado de Darth Vader en la peli esa de Álex de la Iglesia”.
Viene como una sombra de sí misma, olisqueando las esquinas, muy negra (de color), con esa adorable cara de haba o señorita caprichosa –según el momento- y se sienta a tu lado, mirándote con ternura, hasta que te arranca con fiestas un trozo de mollete. Luego, si no hay más, se va hacia otras mesas, esta perra sablista y un poco golfa, que ya va de tapas cuando su amo todavía está desayunando.