jueves, 19 de abril de 2007

Chess boy


A., el camarero de las mañanas, se llamará a partir de ahora Sigurd. En esto tiene que ver la posibilidad de que las iniciales quizá estén ocultando aquello que en mi ánimo no deseo disfrazar. También con la evidente, pero no está de más señalarlo, estirpe de la que procede. A partir de ahora, rebautizaré con nombres inventados a los muy reales personajes que frecuentan Er Güishi. No quiero que nadie piense que esto es una novela en clave o el diario de Andrés Trapiello.

Sigurd es un vikingo de Valladolid, no sé si marcado por Odín o el Tormes, con el que no paro de hablar de cine. Me pasa igual que con Madame M. Me entran unas ganas terribles de citar a Pasolini, en plan tertuliano de Garci, con ese tonillo un poco pedantuelo que tanto me caracteriza. De Sigurd uno aprecia su agudeza, su compañerismo y cierta complicidad que nunca se rebaja a ser chascarrillo o grosería. Como el cuerpo, tiene el alma fibrosa e inquieta, pero tiene algo de soñador que lo podría definir como un berserker (literalmente, piel de oso) de la Escandinavia premedieval. Estos tipos, el equivalente a los samuráis del Japón, solían escoltar a los reyes y, se decía, se comunicaban directamente con Odín. Pues bien, no sé si Sigurd se comunica con Tor o el Corpus Christi, me da igual, pero sí se que es el poderoso guardián de este templo pagano consagrado al buen rollo (que no al buenrollismo).

PD: Sigurd también podría llamarse Chess Boy.