lunes, 16 de abril de 2007

Hielo 9


Ha muerto Kurt Vonnegut a los 84 años, tras una aparatosa caída por las escaleras en su residencia de Nueva York. Un accidente trivial que en ningún caso afecta a mi respeto y admiración por este humanista socarrón que, como recuerda Rodrigo Fresán, se ha planteado “destruir el mundo al menos una vez en su obra”. Lo hizo en Cuna de Gato, una novela que se cierra con uno de los finales más sorprendentes y desesperados que he leído en los últimos tiempos. Y lo repite, en clave lisérgica, en El desayuno de los campeones, una “nivola” –si Unamuno concede- que tiene mucho de semblanza autobiográfica.

Vonnegut es un hoosier, es decir, un nativo del estado de Indiana. Los hossiers son un cruce entre gallego de Vigo y extremeño de Don Benito, para que os hagáis una idea. Lincoln, si no me equivoco, era hoosier, lo cual no sé si es bueno o malo por la parte que le toca al autor de Matadero 5. Tienen fama de aventureros y extravagantes, dentro de la medianía que Estados Unidos concede a los habitantes de sus regiones interiores.

Se le ha despachado como un vulgar autor de ciencia ficción, como un posmoderno tronado y antisistema. En fin, yo no voy a tirar de tópicos periodísticos. Por lo que a mí respecta, la literatura o es buena o es mala. Con Vonnegut pasa lo mismo que con Cortázar, que notas que el autor se lo está pasando bien. La gran literatura del siglo XX –seamos honestos- ha canonizado el aburrimiento (Kafka, Faulkner, etc), aunque esto comprometa mi sensibilidad. Toda literatura debe ser ambiciosa, pero no tediosa.

El último libro de Vonnegut se llama Un hombre sin patria. Es un libro feliz, divertido y ambicioso. Mezcla de panfleto, de ensayo y de memorias, puede entenderse ya como una despedida airosa y digna de este hombre que no ha dudado en recrear el Apocalipsis existencial en toda su obra, pero que antes de irse ha querido dejarnos la esperanza. Y su epitafio:

- La única prueba que necesitó para probar la existencia de dios fue la música.