martes, 3 de abril de 2007

Cómo entrar en Er Güishi


Cuando uno entró por primera vez en Er Güishi, tuvo la sensación, injustificada, de que se encontraba en un bar típico de Lavapiés. Claro que vete tú a saber cómo debe ser un bar comme il faut en este barrio donde uno ha vivido aproximadamente cinco años. Los conozco más o menos todos y, aunque no soy un típico hombre de bar, reconozco que muchos casi alcanzaron la gloria de convertirse en orgulloso centro de mis atenciones más o menos etílicas.

Yo, lamentablemente, soy un hombre de café. No soy buen bebedor y adolezco de un extraño envaramiento en las reuniones. El único sitio para tomar un buen café en Lavapiés sin necesidad de reunirse en torno a la inevitable caña, es Er Güishi. Sucede que, precisamente, en este tabernáculo uno puede desprenderse de todo aquello que a uno le aprieta –trabajo, familia, tedios- y asilarse de forma indefinida en la embajada de la camaradería, en este cantón de personajes varios donde alternan una variedad prodigiosa de personajes. Er Güishi es un sitio que se anticipa a nuestra melancolía, porque sólo cuando deje de existir sabremos cuánto buenos ratos habremos perdido, irremediablemente, apoyada la mano en la mejilla, en una de esas modernas cafeterías donde el buenos días está incluido en la propina.

Como por aquí pasan muchos redactores de tendencias, diré que Er Güishi no es el epítome de nuestra hipermodernidad. Tampoco es el Maxim´s de los jóvenes mileuristas. Ni tan siquiera, queridos plumillas, el Dorsia de Nueva York en versión mollete de Cádiz. Er Güishi podría ser la versión quintaesenciada de muchas cosas, pero jamás de un simulacro más o menos tecnológico en forma de blog literario. Er Güishi no necesita a un Julio Camba que glose sus excelencias más o menos reales en nuestra red de simulacros.

Er Güishi es ya una red interminable de conversación y de diálogo, no necesita a un tontaina online que diga cómo es o como deja de ser Er Güishi. Por ese motivo, porque es innecesario, uno se siente libre de desperezarse ante ustedes, rezongar como la haría el cerdo del porquero de Agamenón y mostrarles estas miserables excrecencias intelectuales.

Tras la captatio benevolentae con la que he comenzado este blog, transcribo un diálogo que podría/ se ha/ o se produce en Er Güishi todas las mañanas, todas las tardes, para goloso disfrute del que esto escribe, quien, besando las nalgas de la ociosidad, se entrega con deleite a la glosa de la variedad que ofrece el mundo.

- ¿Has visto la última de Terry Zwigoff?

- ¿Esa del director de Ghost World y American Splendor? ¿Quieres decir ese? No, no la he visto. Pero deberías ver Primer.

O también:

- Jo, chica, estoy harta de tanta clase y tanta Catarsis del Tomatazo. Quiero prepararme un Bretch.

- Habla entonces con Ramón. Está montando Baal.

En fin, son conversaciones que pueden o no suceder en otra parte, pero que desde luego se producen en Er Güishi y que a uno le dejan con esa sensación de quién-demonios-es-esa-gente. Hay de todo, claro, según cada uno, pero nada como ese toque entre audaz y pedante, popular y alegre con que la gente suele tomarse las cosas cuando habla en su barra.

Hay diez razones para estar en Er Güishi. Y eso me hace recordar el caso de una leyenda urbana, que muchos se han atribuido, en torno a un examen de filosofía de COU en el cual el profesor dictó el siguiente tema: ¿Por qué sí?

Al parecer, el alumnado esperaba algo más facilito, del tipo “La teoría de las ideas en Platón” o “Las categorías en Kant”. La enigmática proposición sólo la resolvió un alumno que escribió: ¿Y por qué no? Sirva este ejemplo para no liarse la manta a la cabeza y pensar que Er Güishi es un lugar que hay que conocer por narices. Es más una disposición del ánimo, un alto en el camino para ejercitar la ociosidad, la charla y el espionaje, en su visión literaria, por supuesto.

Pues eso: ¿Por qué no?

Se puede llegar a Er Güishi de muchas maneras, tantas como individuos que lo frecuentan, pero la mejor manera es hacerlo solo. De esta manera, Er Güishi, que es un templete consagrado al dios de la tertulia desorganizada, puede ofrecérsete en todo su desorden cuántico. Yo me pasaría toda la vida en Er Güishi, pero, como no puedo hacerlo, prefiero escribir que esta posibilidad es tan feliz como remota, aunque preferible a escribir sobre guiones de televisión o del último director de cine independiente. Escribo con cariño porque en este caso no sabría hacerlo de otra manera. O simplemente escribo. Da igual.

La mejor forma de llegar a Er Güishi, decía, es hacerlo solo, durante aproximadamente un mes. Hay que dejarse caer por la mañana, poco después de que abra sus puertas, a ser posible con la intención de tomar el café y leer la prensa del día. Al entrar, uno debe decir buenos días, buscar con la mirada el periódico –fastidiarse en silencio si no lo hace- y sentarse a tomar ese café con espuma que sólo Y. sabía hacer con verdadero sentido de la estética.

Y. es de Tel Aviv y ya no trabaja en Er Güishi. Y es una pena. Todos hemos salido perdiendo. Los cafés salen como desinflados, pues nada queda ya de esa restallante espuma que convertía al café de la mañana en un calambrazo de buen gusto. El café sigue estando muy rico, la verdad sea dicha, pero Y. se empeñó en que me acostumbrara y vaya que si lo consiguió. Yo, que soy un camarero novato, no alcanzo qué tipo de industria empleaba para levantar esos surcos de espuma tan, cómo decirlo, tan femeninos, espuma de la que podría emerger si quisiera el bombón (de ron) del Boticcelli.

A Y. se le echa de menos, sí, pero le ha pasado el testigo a A., que ahora lo sostiene con esa rara gallardía que aún tienen los de Valladolid. En fin, lo que he perdido de espuma en el café, lo he ganado en cinefilia, porque a uno le gusta hablar sobre cine y que le recomienden películas. A. tiene ese buen ojo que distingue a los que saben de los que no, de la misma manera que por su disposición se nota si alguien juega bien al ajedrez. El problema es que A. jugando al ajedrez también da unas tundas soberanas que le dejan a uno como tiritando y dando suspiritos. Es de mi generación, la mejor educada, según dicen los sociólogos, de este país que se ha quedado sin bachillerato. A. es un lujo del que no nos podemos desprender y sus palizas al ajedrez son tan necesarias como un masaje practicado por Y.

En fin, pasen por Er Güishi, que dicen que, a la cuarta, se invita.

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