Sí, esa carcajada es de M., la dueña de Er Güishi. Es de Cádiz, por eso se le nota que cuando ríe las cosas toman distancia, se hacen más pequeñitas y acaban adoptando una perspectiva de comedia que a uno le hace muy bien, no porque uno crea estar actuando en su tragedia particular, sino porque la alegría es la fuerza mayor.
Este bar, situado en la calle de la Fe, es un buen observatorio de la vida, de tal manera que lo alegre que contiene suele brillar con singular intensidad. Yo me río mucho en Er Güishi. Me río del aspecto entre coqueto y desportillado de su salón principal, con sus cuatro mesas exactas, sus sillas de skai y su hilera de taburetes, que parecen los aliados peones de A. Me río de la música que, al buen criterio de cada uno de los camareros, se escucha siempre de fondo. Me río con el vendedor de tambores –no sé cómo se llama- que suele pedir leche con azúcar y un trocito de pan. Me río si me piden un manchego y yo sirvo un cabrales. Me río hablando con J., un neoyorquino que parece directamente sacado de Seinfeld porque incumple a rajatabla todos los pecados que se atribuyen a su país. Me río con H., que sonríe como Sabú cuando con el índice de su dedo solicita una caña sin espuma. Me río, en fin, con mucha gente y de muchas situaciones.
La risa es la mercancía que más circula por el reducido ámbito de Er Güishi. Es bueno que así sea. Somos muchos los que amamos este barrio; muchos los que, hastiados de la corte de los milagros que reside indefinidamente en su plaza principal, buscamos refugio entre sus cuatro paredes rojas, de la que suelen colgar los sueños pintados o fotografiados de algún joven artista.
Sí, el barrio está hecho una pena, pero Er Güishi nos alivia de la costrosa realidad que acecha por las lindes de su plaza y algunas de sus calles, en las cuales se apostan jóvenes magrebíes que menudean con hachís o esnifan pegamento. La calle de la Fe, afortunadamente, tiene un ecosistema propio, más desordenado si cabe, singularmente representado por este bar especializado en sonrisas y donde nadie paga peaje de nacionalidad, clase social o raza. No son muchos los establecimientos dedicados al ocio occidental donde alternen sin problemas una ucraniana y un senegalés, un intérprete de tuba japonés o un madrileño profesor de literatura.
Este bar, situado en la calle de la Fe, es un buen observatorio de la vida, de tal manera que lo alegre que contiene suele brillar con singular intensidad. Yo me río mucho en Er Güishi. Me río del aspecto entre coqueto y desportillado de su salón principal, con sus cuatro mesas exactas, sus sillas de skai y su hilera de taburetes, que parecen los aliados peones de A. Me río de la música que, al buen criterio de cada uno de los camareros, se escucha siempre de fondo. Me río con el vendedor de tambores –no sé cómo se llama- que suele pedir leche con azúcar y un trocito de pan. Me río si me piden un manchego y yo sirvo un cabrales. Me río hablando con J., un neoyorquino que parece directamente sacado de Seinfeld porque incumple a rajatabla todos los pecados que se atribuyen a su país. Me río con H., que sonríe como Sabú cuando con el índice de su dedo solicita una caña sin espuma. Me río, en fin, con mucha gente y de muchas situaciones.
La risa es la mercancía que más circula por el reducido ámbito de Er Güishi. Es bueno que así sea. Somos muchos los que amamos este barrio; muchos los que, hastiados de la corte de los milagros que reside indefinidamente en su plaza principal, buscamos refugio entre sus cuatro paredes rojas, de la que suelen colgar los sueños pintados o fotografiados de algún joven artista.
Sí, el barrio está hecho una pena, pero Er Güishi nos alivia de la costrosa realidad que acecha por las lindes de su plaza y algunas de sus calles, en las cuales se apostan jóvenes magrebíes que menudean con hachís o esnifan pegamento. La calle de la Fe, afortunadamente, tiene un ecosistema propio, más desordenado si cabe, singularmente representado por este bar especializado en sonrisas y donde nadie paga peaje de nacionalidad, clase social o raza. No son muchos los establecimientos dedicados al ocio occidental donde alternen sin problemas una ucraniana y un senegalés, un intérprete de tuba japonés o un madrileño profesor de literatura.