A Monsieur Verdoux le he tratado poco. Como no hemos coincidido en el mismo turno, a uno le cuesta verlo como un compañero. Detrás la barra, Monsieur Verdoux es todavía más alto, con esa simpática gallardía de gondolero veneciano o bohemio de Montparnasse, según el día. Esto es así no tanto por su afición a llevar camisetas de marinero como por el parsimonioso y cortés trato que establece con los clientes. Quién sabe, quizá algún día las guías de su bigote de actor de cine mudo nos indiquen lo contrario, y se nos muestre como un seductor bastante apañado, dados los tiempos que corren. En cualquier caso, Monsieur Verdoux esconde más de lo que en principio uno podría pensar. Para empezar se considera a sí mismo un clown. Ignoro si, como reza la tradición, esconde algo triste en su pecho enorme o si, desmitiéndola, sólo guarda el alma alegre de un vividor buenazo. Cualquiera sabe. Es distinguido, valiente y, cosa rara, muy modesto.
Cuánto le gustaría a Lavapiés parecerse a Montparnasse, a Monmatre. Ayer, ya digo, lo parecía. Estuve con unos amigos en el solar de la calle Olivar, a media tarde. No menos de un centenar de personas reunidas para hablar del libro Mundo Lavapiés, editado por ese osado editor llamado Julian. El libro, un centón de textos y fotografías, ha recibido una buena acogida. Durante la mesa redonda, me entero de lo que es un novísimo.
Yo creía que los novísimos eran aquellos poetas entre pijos y cultos de la Barcelona de los setenta, pero resulta que el novísimo, en Lavapiés, es el pijo recién llegado con todo su pijerío: su coche pijo, su casa pija, sus bares pijos y, por supuesto, una novia pija que lleva las perlas de mamá. Eso, me entero, es un novísimo.
Cuánto le gustaría a Lavapiés parecerse a Montparnasse, a Monmatre. Ayer, ya digo, lo parecía. Estuve con unos amigos en el solar de la calle Olivar, a media tarde. No menos de un centenar de personas reunidas para hablar del libro Mundo Lavapiés, editado por ese osado editor llamado Julian. El libro, un centón de textos y fotografías, ha recibido una buena acogida. Durante la mesa redonda, me entero de lo que es un novísimo.
Yo creía que los novísimos eran aquellos poetas entre pijos y cultos de la Barcelona de los setenta, pero resulta que el novísimo, en Lavapiés, es el pijo recién llegado con todo su pijerío: su coche pijo, su casa pija, sus bares pijos y, por supuesto, una novia pija que lleva las perlas de mamá. Eso, me entero, es un novísimo.
Hubo una época en que yo era pijo. Llevaba unos Pepe con las perneras huecas y elevadas, polo de Ralph Lauren y una actitud de zangolotino de barrio en la posguerra. Hoy me considero un desclasado, así que mis amigos y yo no nos damos por aludidos. Alguien, sin duda, se estaba refiriendo al portavoz de cierta conocida asociación que habló del barrio en términos de orden, limpieza y tranquilidad.
Se conoce como gentrificación al proceso que experimenta un barrio cuando a su vecindario acuden las clases medias a vivir, desplazando a las clases inferiores de su anterior y natural entorno. Pasa en todos los lugares del mundo y puede estar pasando en Lavapiés. Yo, en cualquier caso, no sabría explicarlo. Pasan tantas cosas a nuestro lado que no vemos…
Pero hay cosas dignas de ver. Ayer, en la reunión, se me acercó una señora senegalesa. Venía sola, con respetuosa timidez, envuelta su cabeza en el hiyab, y me preguntó si podía pasar y escuchar. Yo, claro, le dije que sí. Con una sonrisa bondadosa, ocupó una silla y, muy quieta, permaneció callada. Estuvo casi una hora. Ya cuando se marchaba se acercó a mi amigo F. y le susurró algo como:
- Adiós, tengo que volver a mi pueblo.
Al contármelo, la imagen que me vino a la cabeza fue la de un camino pedregoso y reseco y ella, como una moderna canéfora, portando en su cabeza el agua de la necesidad. Su pueblo, el de verdad, tiene que estar muy lejos. Hasta es posible que ya no exista o vaya a verlo más. Pero ella dijo “su pueblo”, el de aquí, que podría ser el nuestro y, por tanto, el de todos.
- Adiós, tengo que volver a mi pueblo.
Al contármelo, la imagen que me vino a la cabeza fue la de un camino pedregoso y reseco y ella, como una moderna canéfora, portando en su cabeza el agua de la necesidad. Su pueblo, el de verdad, tiene que estar muy lejos. Hasta es posible que ya no exista o vaya a verlo más. Pero ella dijo “su pueblo”, el de aquí, que podría ser el nuestro y, por tanto, el de todos.