Más de un siglo de grabaciones ha cambiado la forma en que escuchamos música y el modo en que se interpreta. Al fin y al cabo, la política también posee un sentido musical y cada época tiene su secreto acorde con el que hace bailar a la historia. Cuando sóno el primer cilindro que Edison grabó, en un viejo laboratorio de Newark (New Jersey), el fonógrafo ya era un viejo sueño del hombre. Se habían inventado las pianolas, que fueron, como las viejas tarjetas perforadas de las primitivas computadoras, la tecnología primera que hizo posible algo “realmente maravilloso”, según Josef Hofmann, el niño que ejecutó al piano la primera partitura grabada por el hombre.
El pianista y director alemán Hans von Bülow afirmó que casi se desmayó tras escuchar su propia grabación de una mazurca de Chopin. Más tarde, en el laboratorio de Edison, registraría sobre un cilindro la sinfonía Heroica de Beethoven interpretada por la Metropolitan Opera House de Nueva York, grabación que no sobrevivió. Muy pocas de las primeras han llegado hasta nosotros, apenas un fragmento de Israel en Egipto de Händel, que August Mann dirigió en el Palacio de Cristal de Londres en 1888. Por lo demás, más allá del interés arqueológico, la pérdida no tuvo excesiva importancia. Las sinfonías de Beethoven se siguen escuchando en mi sistema 5.1. (Sí, ya sé que probablemente August Mann dirigiera muy bien, pero ¿a quién verdaderamente le importa?).
El primer problema fue la duplicación de originales, principal escollo para su comercialización. En los primeros tiempos la única forma de grabar era directamente con un máximo de diez fonógrafos equipados con unas enormes campanas que recogían la música que producían orquestas de apenas ocho ejecutantes. Con una sola interpretación eran capaces de conseguir diez copias. Más era físicamente imposible: los aparatos eran duros de oído y no registraban bien el sonido a partir de cierta distancia. Un cantante solista sólo podía realizar tres grabaciones por ejecución, lo que le permitía las características propias de la voz humana. ¿Cobraban los músicos por cada cilindro que grababan?
Por supuesto que no.
Habría arruinado a una industria que febrilmente comenzó a grabar polkas, valses, himnos patrióticos, arias de óperas, tonadas populares...
Las cosas no han cambiado tanto desde Walter Benjamin. La música hace tiempo que perdió su “aura”. Desde que cualquiera de nosotros es capaz de reproducir música grabada en su casa, las cosas, sobre todo para la industria, siguen más o menos igual. Salvo por el hecho de que ahora mi amigo E. puede producir su Ep en casa y se han abierto caravanas alternativas de difusión. Ya saben que estoy hablando de internet, esa golosina prohibida que nos quiere quitar la SGAE y los defensores en general del apoltronamiento en sus más diversos grados de miseria.
Las cosas cambian, como de costumbre, pienso mientras mi deuvedé reproduce un cedé legal de Paolo Conte.
El pianista y director alemán Hans von Bülow afirmó que casi se desmayó tras escuchar su propia grabación de una mazurca de Chopin. Más tarde, en el laboratorio de Edison, registraría sobre un cilindro la sinfonía Heroica de Beethoven interpretada por la Metropolitan Opera House de Nueva York, grabación que no sobrevivió. Muy pocas de las primeras han llegado hasta nosotros, apenas un fragmento de Israel en Egipto de Händel, que August Mann dirigió en el Palacio de Cristal de Londres en 1888. Por lo demás, más allá del interés arqueológico, la pérdida no tuvo excesiva importancia. Las sinfonías de Beethoven se siguen escuchando en mi sistema 5.1. (Sí, ya sé que probablemente August Mann dirigiera muy bien, pero ¿a quién verdaderamente le importa?).
El primer problema fue la duplicación de originales, principal escollo para su comercialización. En los primeros tiempos la única forma de grabar era directamente con un máximo de diez fonógrafos equipados con unas enormes campanas que recogían la música que producían orquestas de apenas ocho ejecutantes. Con una sola interpretación eran capaces de conseguir diez copias. Más era físicamente imposible: los aparatos eran duros de oído y no registraban bien el sonido a partir de cierta distancia. Un cantante solista sólo podía realizar tres grabaciones por ejecución, lo que le permitía las características propias de la voz humana. ¿Cobraban los músicos por cada cilindro que grababan?
Por supuesto que no.
Habría arruinado a una industria que febrilmente comenzó a grabar polkas, valses, himnos patrióticos, arias de óperas, tonadas populares...
Las cosas no han cambiado tanto desde Walter Benjamin. La música hace tiempo que perdió su “aura”. Desde que cualquiera de nosotros es capaz de reproducir música grabada en su casa, las cosas, sobre todo para la industria, siguen más o menos igual. Salvo por el hecho de que ahora mi amigo E. puede producir su Ep en casa y se han abierto caravanas alternativas de difusión. Ya saben que estoy hablando de internet, esa golosina prohibida que nos quiere quitar la SGAE y los defensores en general del apoltronamiento en sus más diversos grados de miseria.
Las cosas cambian, como de costumbre, pienso mientras mi deuvedé reproduce un cedé legal de Paolo Conte.
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