A menudo los hombres definimos demasiado nuestra personalidad por nuestros gustos. Nos sentimos obligados a decir no me gusta aquello o no me gusta eso otro. Sí, es difícil mantener una apariencia de individualidad dados los tiempos que corren. Pero esta forma de elegir, de computar la existencia a través de las cosas y usar la extensión de nuestro cuerpo en la búsqueda de una satisfacción hipotética… Ah, eso es la ruina.
La potencia soberana del ser humano se manifiesta en pequeñas puñaladas satíricas que se clavan en la espalda del más elemental sentido común. No me extraña, por tanto, verla en la calle sola, apenas cuatro años de carne y pelo, rondando por los comercios, festejando su propia existencia sin miedo, ajena a su madre que trabaja en la frutería, jugueteando –me cuentan- con un viejo cuchillo. La viva imagen de la inocencia inconsciente del peligro.
Un día entró en Er Güishi como si fuera la mismísima casa de Picachu. Con ese respeto que a veces se les tiene a los niños, alguien la colocó en un taburete. Pedía agua, y agua se le dio a la niña. Permaneció un rato, consciente de la atención que suscitaba, mientras envidiábamos aquello que hacía tiempos todos habíamos perdido. Qué suerte, pensé, ir por la vida poniendo en cuestión todos los esfuerzos de control y éxito, armonizar en plan taoísta con todos los acontecimientos. Como esta niña, sobre la que podrían reposar los siete pilares del universo.
Al mismo tiempo, la niña era la negación absoluta de la autoridad. Qué tipo de protección necesita esta niña por parte del Estado. ¡Por favor, llamen a asuntos sociales!, dirán las mentes avisadas. ¿Para qué?, me pregunto. Ahí tienen la crítica más potente de la psicosis contemporánea. Blindada, surfeando sobre las olas del cambio, se desliza con habilidad por la corriente de la vida. Quién puede decir dónde tiene que estar.
Vale, es una niña. Pero apenas es. Nos lleva cierta ventaja.
Dios es una niña asustada, dijo un conocido y tatuado escritor.
La potencia soberana del ser humano se manifiesta en pequeñas puñaladas satíricas que se clavan en la espalda del más elemental sentido común. No me extraña, por tanto, verla en la calle sola, apenas cuatro años de carne y pelo, rondando por los comercios, festejando su propia existencia sin miedo, ajena a su madre que trabaja en la frutería, jugueteando –me cuentan- con un viejo cuchillo. La viva imagen de la inocencia inconsciente del peligro.
Un día entró en Er Güishi como si fuera la mismísima casa de Picachu. Con ese respeto que a veces se les tiene a los niños, alguien la colocó en un taburete. Pedía agua, y agua se le dio a la niña. Permaneció un rato, consciente de la atención que suscitaba, mientras envidiábamos aquello que hacía tiempos todos habíamos perdido. Qué suerte, pensé, ir por la vida poniendo en cuestión todos los esfuerzos de control y éxito, armonizar en plan taoísta con todos los acontecimientos. Como esta niña, sobre la que podrían reposar los siete pilares del universo.
Al mismo tiempo, la niña era la negación absoluta de la autoridad. Qué tipo de protección necesita esta niña por parte del Estado. ¡Por favor, llamen a asuntos sociales!, dirán las mentes avisadas. ¿Para qué?, me pregunto. Ahí tienen la crítica más potente de la psicosis contemporánea. Blindada, surfeando sobre las olas del cambio, se desliza con habilidad por la corriente de la vida. Quién puede decir dónde tiene que estar.
Vale, es una niña. Pero apenas es. Nos lleva cierta ventaja.
Dios es una niña asustada, dijo un conocido y tatuado escritor.
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