Recuerdo las largas tardes del colegio, las ociosas horas en que abríamos el libro de lectura y, por turno, leíamos A un olmo viejo, una historia de los hermanos Grimm o una fábula de Samaniego. Todos callados, entre chirridos de sillas y crujidos de madera, íbamos cumpliendo por riguroso orden la lectura de un fragmento de texto, unos con más fortuna que otros, mejor dicción o fraseo más armonioso. A mí siempre me tocaba después de un tal Juanjo López, aplicado muchacho del que recuerdo su torpe forma de correr, con las puntas de los pies hacia fuera, como un Charlot escolar y sin gracia. Su forma de leer era perfecta y monótona; no había errores de pronunciación pero su forma de narrar era demasiado uniforme, sin sobresaltos ni apenas quiebros dramáticos. La mía, en cambio, aunque más temblorosa por la vergüenza que me producía alzar la voz en público, poseía una tonalidad épica que no siempre era acertada pero era solemne para ciertas tonalidades del relato. Podía comerme una ese o pronunciar en masculino una palabra en femenino, pero jamás caía preso de ese estilo de dicción seco y desapasionado. Ya no leo en voz alta. Como San Ambrosio, dejo que las palabras se callen en mis ojos.
miércoles, 13 de junio de 2007
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