martes, 26 de junio de 2007

Primer caballero mongoloide


El mundo cultureta es un mundo fardón y despiadado que funciona como la mafia, ya que sólo se matan entre ellos. Siempre me ha fascinado la absoluta falta de talento de algunos de sus mistagogos. Tal es el caso del verborreico y estreñido Javier Rioyo, ese hábil hombre orquesta que escribe para sus amigos en las páginas dominicales de El País, periódico que leo con frecuencia junto con El Mundo, el Abc y la revista El Arma, eso cuando no cotilleo ciertas revistas femeninas pare enterarme, ya saben, de esos asuntillos que un caballero no debe mencionar jamás en público (he descubierto que la palabra “muslo” suele hace enrojecer a las señoritas que practican body building).

Personajes como Javier Rioyo son deliciosamente repugnantes. Hablan de libros como los fruteros de unas berzas de temporada, filman documentales con esa buena conciencia esquizoliberal del que lee a Flaubert en el retrete y dicen en perfecto -pero fingido alemán- Welteschauung y Doppelgganger (háganme el favor y revisen en un buen diccionario alemán la grafía de estos dos palabras).

La biografía del caballero Rioyo, a partir de ahora mongoloide, es la siguiente:

Nace en algún de Galicia, donde Clío y Mnemosina le insuflan su amor por las palabras.

A los cinco años, tras una lectura de Roberto Alcázar y Pedrín se “hace comunista de toda la vida”. El infante no pasará por la inevitable fase en que uno lee a Hermann Hesse y se hace pajas. No, primero leerá a Chauteaubriand, no entenderá nada y comenzará de nuevo con Roberto Alcázar y Pedrín. Tras lo cual, sus padres le regalarán la colección completa de los cuentos de Calleja. Y le dirán: “Hala, niño, a escupir a la calle”.

El niño crece bajo pero intelectualmente vigoroso. Ya empieza a asomar esa mirada ratonil con la que empieza a asombrar a las amigas de su madre, a las que dirá cosas como está:


“Mire, muñeca, hay dos tipos de hombres: los que cavan y los que no cavan. Tú cavas”.


Curiosa cita que el niño aprende tras acudir con su amigo Miguelito (“el primer intelectual que quiso ser amigo mío”) al pase de El bueno, el feo y el malo y Jasón y los Argonautas. Nadie sabe cómo fue, pero ya entonces conocía el significado de las palabras hierofante y mitridatismo. Del cine de Sergio Leone aprende a dejarse barba de forajido y mirar a su entrevistado con la fijeza de un duelista al amanecer. Del peplum, a no descuidar sus rodillas y gritar “arpía reaccionaria” al loro del Ateneo de su ciudad. El chico ya es multidisciplinar, cultísimo y tirando a feo.

Termina el bachillerato con una nota excelentemente mediocre. Aprueba el examen teórico de gimnasia, pero suspende por no sabe jugar al fútbol. Está convencido de que “no es necesario jugarlo con los pies”. Años más tarde, durante una sesión de psicoanálisis, queriendo imitar a Woody Allen, descubrirá que es chachachá lo que pensaba que era fútbol.

Siempre amigos de sus amigos y amigo también de quien no lo quiere como tal –así fue siempre su proverbial bonhomía-, el joven Rioyo se compra una chaqueta de tweed y, en la universidad, comienza a comportarse como Oscar Wilde, citando a Neruda, Borges (hay que ver cuánto le gusta Borges) y Sartre. Como era verano en la Universidad Central, lo detienen por perturbar el orden de las acacias, bajo cuya sombra se ocultaba una muchacha francesa que lo creía un genio del género epistolar:

“Grande es la satisfacción que mi ánimo siente hacia vos, delicada criatura, por el tono de las últimas palabras que ahora me habéis dicho, y, si así place a la majestad divina, mi regreso será muy pronto para que aumente vuestra alegría, que así adornará mis pensamientos por la salud de mi alma. Y dondequiera que me encuentre, así podré tundir la carne que turba mi entrepierna”.

Al parecer todo es un malentendido y lo sueltan sin cargos. La Dirección General de Seguridad abrirá un informe en el que se indica: “No hay peligro de subversión. Ya ha leído a Marcel Proust. Marxista por razones sentimentales”. A pesar de todo, Rioyo necesita imperiosamente acudir a las barricadas del 68 como gesto de solidaridad con su propio país, ya que es indignante que “siempre haya pescadilla en el menú del día. Con lo poco que me gusta a mí, consumado gourmet, el olor acre y opresivo de las pescadillas”.

Allí, entre mañanas marxistas y tardes existencialistas –en las que fumaba Galoises y le daba por llamar Maga a una chica muy fea que había conocido en la Cinemateca-, Rioyo comenzó a ganar implacablemente el campeonato de Screable que todas las primaveras se celebraba en el Quartier Latin. El segundo fue un escritor disléxico que confundía las palabras “amor” y “charcutería”. Asimismo, durante la fase postmaoísta que les sobrevenía a los que habían leído a Jüng, jugueteó con el hachís, lo que le elevó hasta cimas de insospechado lirismo. Fue así, durante una fumada en casa de Marquerite Duras, cómo Rioyo participó en uno de los primeros happenings que “lograrían convencer a esa salvaje manada libertaria de la necesidad de abolir la acre y opresiva pescadilla española”. Aquella noche le quitó la novia a Enrique Vila-Matas, no supo disculparse y le dijo que sólo quería imitar a Hemingway.

Pasaron los años y su francés mejoraba una barbaridad. Rioyo vivía ahora en una buhardilla con mansarda, muy parecidas a las de las películas de Jacques Tati. Tenía un gato, un vecino simpático pintor y un gorro de lana azul, que no combinaba muy bien con el suéter de cuello de cisne que se solía poner para tomarse un café en Maxim´s. A pesar de todo y para su fortuna, ese año comenzaron a ponerse de moda las gabardinas con las solapas levantadas, la cabeza un poco gacha, mientras a uno le embarga la fatalidad paseando por el Sena. De tal manera, no se apreciaba el esfuerzo que le costaba meter barriga. Más tarde, cuando París era un estado del alma difícil de describir, se enclaustra durante todo un invierno en su refugio del Ampurdán con una botella de Dom Perignon y varias bolsas de Doritos. Tras mucho rato de encontrarse a sí mismo, Rioyo termina de escribir Por qué he tenido que ser un intelectual.

En esta obra, que nos descubre a un gran jugador de Trivial Pursuit, Rioyo repasa diez años de estrecha amistad con Stravinsky, Camus y un cuñado de Picasso que solía hacer unas estupendas barbacoas todos los veranos en Mallorca, durante las jornadas del premio Formentor. Allí Carlos Barral desconfía del joven que se acerca a Canetti para realizar unas correcciones de Masa y poder, que el viejo judío rechaza:

“Mire, pollo, mi abuelo inspiró muchos pogroms con gran sentido del humor. ¿Qué significa el término, asquerosamente subjetivo, mejor? Por ejemplo, al rabino le gusta dormir panza abajo. Al discípulo, en cambio, le gusta dormir sobre la panza del rabino. Aquí el problema es apodíctico. También es preciso señalar que pisar mi pie (como hace el discípulo en mi cuento) no es una forma rabínica de argumentar. Haga el favor, por Dios”. (Extracto de Cuento con plumas, de Woody Allen).

Años más tarde, después de leer a Derrida y una nueva revista de filosofía y dietética, vuelve a España. Ya no es el joven idealista que abruma con sus convicciones estéticas a la dependienta de unos grandes almacenes, es un hombre hecho a sí mismo que ha pasado por todos los ismos con la que la grandiosa Francia condecora a los exiliados de sí mismos, hijos del mundo, cosmopolitas, que llevan en la frente el significado del ser en sí (Da sein) en contradicción con el yo cogito, con que el vulgo cartesiano y oportunista acoge a los que regresaban a España en oleadas de civismo y mundanidad.

Su primer contacto con el séptimo arte lo mantiene con un sobrino de Buñuel que a sus treinta y cinco años todavía llevaba pantalones cortos. La amistad es instantánea, franca. Juntos comienzan a flirtear con el underground neoyorquino, los mensajes anónimos a miembros de la Velvet y un corto en formato cinexin que envían a todos los festivales de Australia. El título es revelador: Aquí estoy yo o ¡Cómo inspirar tanto entusiasmo como Garci! Su propuesta, aunque audaz, no acaba de ser comprendida por los retrógrados círculos intelectuales de Melbourne. Rioyo, desilusionado, se compra un pony con el que recorre el desierto.

España eclosionaba. El elegante y apuesto Luis Alberto de Cuenca comienza a escribir las letras de la Orquesta Mondragón; Arrabal se emborracha en un plató; y Ramoncín aún no ha comenzado a presentar el Lingo. Todo es creatividad por todas partes y por todas partes se mete Rioyo, que empieza a frecuentar la vieja casona de Velintonia. Como no le han dejado presentar La Bola de Cristal, le pregunta a Vicente Aleixandre por la incomprensión de sus paisanos. El viejo maestro, que sabía de sus preocupaciones, le ignora completamente, pero le deja presumir de amistad. Es una época dura en la que aspira a que Umbral le cite en sus famosas columnas de El País.


Su vida de desgarramantas está a punto de acabar con un maduro Rioyo incapaz de encontrar un lugar en el mundo.

Años más tarde comienza su vida como tertuliano en Qué grande es el cine. Carlos Boyero le enfila desde el primer momento y lo describe como “un botarate que no para de hablar de Faulkner”, ya que no deja de sentirse muy del profundo sur. No se lleva bien con sus contertulios, que prefieren hablar de la precisión de tal plano, o del plano secuencia o, ya puestos, de sus vidas como chicos de posguerra que comen pipas –los calcetines tristes y caídos- mientras se ponían brutos con las exquisitas muñecas de Joan Crawford. Aunque se le tolera, la exigua cuota femenina del programa de Garci no llega a interesarle.

Razones: Garci lleva mejor la americana con zapatillas Reebok y el actor Jorge Guillén tardaba mucho tiempo en soltar una inspirada obviedad. Y así no había manera. Él, que venía a hablar de Faulkner y sin plagiarlo. No había manera.

Es una época en que intenta ser de todo: descubridor de tórridos trópicos literarios, flanêur a tiempo parcial en las cadenas de librerías Crisol, comensal gorrón en cenáculos artísticos y musicales, así como caminante solitario en esas crudas mañanas de resaca que ha cantado Sabina para escarnio de este intelectual que presenta Extravagario.

Por estos motivos Javier Rioyo se hace merecedor de la muy alta distinción de la noble Orden de los Caballeros Mongoloides.

Addenda: También se le distingue con la Real Enseña de la Magufería, por citar a Pasolini a altas horas de la madrugada. Que venga Arcadi Espada y lo vea.

¡España, por supuesto, prevalece!

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