Esto no es un guiño a la Tabernera de la Isla que, con ser trekkie, no le hace ascos a un buen sable láser. Yo, caballero mongoloide, siempre he pensado que la saga de La Guerra de las Galaxias mantiene inquietantes relaciones con Sócrates y el gobierno de los Treinta Tiranos. No es una cuestión de equivalencias automáticas, no consiste en decir que Obi Wan es Sócrates. Porque en este sector de la galaxia, no les vengo a hablar del maestro de Platón ni –por favor, tío, vale ya- de La venganza de los Sith. Yo quiero hablar de Alcibíades, su favorito.
He conocido alguno, pero el primero que existió surgió en Atenas. Era guapo, cachas y valía un Potosí, que diría la abuela Cuca. Alcibíades era el mejor discípulo de Sócrates y, por lo que cuenta en sus diálogos Platón, a Sócrates se le hacía, supongo que en sentido figurado, el culo agua, sobre todo cuando lo oía hablar en casa de Critias.
Sócrates, que como muchos periodistas comía caviar para llevar lentejas a casa, no se perdía ninguna de las fiestas de sus conciudadanos, en especial si allí estaba su más querido y efébico concubino intelectual. Sí, Alcibíades destaca por encima de todos los jóvenes de su ciudad y pronto caerá en desgracia, en el –oh, amo Luke- reverso tenebroso de la fuerza.
Aquello fue el primer aborto intergeneracional, peor que el frustrado ladrillazo del 68, peor incluso que las 99 quejas que formuló un cura de Münster contra cierto gran ropavejero católico. Peor por todo lo que vino después, quiero decir.
Era ingenioso, buen deportista e irreverente a toda costa. Era autocomplaciente, un verdadero putón de academia y le gustaba beber a espuertas. Se comportaba como la prima donna, como el perejil de todas las salsas públicas, un poco a la manera de Paris Hilton o una estrella de rock histérica y antisocial. Nos les caía muy bien a los mediocres igualitarios. Sócrates, enemigo de todos y de nadie, lo apadrina, le enseña los caminos de la dialéctica, pero el discípulo termina traicionándolo. Sí, el lado oscuro es más “fácil, más rápido, más seductor”. Después de todo, no sabía que no sabía nada.
Alcibíades se había creado demasiados enemigos. En realidad, no era más que un hijoputa engreído. Cuando los demos (los igualitarios) se enteran de que ha dañado una estatua sagrada de Hermes, ven la oportunidad para destruirlo, a pesar de sus notorios éxitos militares como comandante.
Alcibíades tuvo que exiliarse en Esparta, enemiga natural de Atenas, lo que enfureció aún más a los defensores de lo políticamente correcto. Fue condenado en ausencia. Esto, por supuesto, oscureció más la reputación del bueno de Sócrates, que ya es decir. Y aunque luego regresaría y su vida estaría marcada por exilios ocasionales, Alcibíades quedaría ya marcado por la cultura espartana, tan disciplinada y autoritaria. Imagínense al mejor discípulo de Einstein escribiendo un tratado de astrología y se harán una idea. Por lo demás, los demos meaban fuera de tiesto al creer que Atenas se había socratizado. ¿Acaso Marx era marxista?
Alcibíades era un gran arribista, un oportunista afortunado. En 404 a. C., tras dos siglos de triunfante apogeo, Esparta derrota a Atenas. Los aristoi (los mejores) atenienses no dudan en aliarse con los vencedores hasta que consiguen disolver el precario estado democrático. El nuevo estado lo crean Critias y Cármides, seguidores antaño de la contracultura socrática y -es muy curioso- familiares cercanos de Platón. ¿Dónde se escondía el cabroncete?
El orden creado por los Treinta Tiranos era obscenamente corrupto y sanguinario, y al menos tan arbitrario como el gulag de Stalin. Por supuesto, quisieron atraerse al bueno de Sócrates encargándole ciertos trabajos de extorsión a sus conciudadanos, pero no consintió. Siguió ridiculizando el nuevo gobierno, al igual que todos los anteriores.
Todo duró un año, tras lo cual se ordenó una amnistía general para los oligarcas. Nadie sería juzgado por sus crímenes anteriores. Los rencores, no obstante, no desaparecen y todos fijan su atención sobre el hombre de la mirada ausente, el mismo que algunos han visto discurriendo a solas bajo el pórtico, en voz alta, con el pelo revuelto. Ese, sí, el corruptor de menores, ese que zascandilea de aquí para allá. Sí, ese que hace preguntas y se las sabe todas. Sí, el gorrón.
Vamos todos a por él.
He conocido alguno, pero el primero que existió surgió en Atenas. Era guapo, cachas y valía un Potosí, que diría la abuela Cuca. Alcibíades era el mejor discípulo de Sócrates y, por lo que cuenta en sus diálogos Platón, a Sócrates se le hacía, supongo que en sentido figurado, el culo agua, sobre todo cuando lo oía hablar en casa de Critias.
Sócrates, que como muchos periodistas comía caviar para llevar lentejas a casa, no se perdía ninguna de las fiestas de sus conciudadanos, en especial si allí estaba su más querido y efébico concubino intelectual. Sí, Alcibíades destaca por encima de todos los jóvenes de su ciudad y pronto caerá en desgracia, en el –oh, amo Luke- reverso tenebroso de la fuerza.
Aquello fue el primer aborto intergeneracional, peor que el frustrado ladrillazo del 68, peor incluso que las 99 quejas que formuló un cura de Münster contra cierto gran ropavejero católico. Peor por todo lo que vino después, quiero decir.
Era ingenioso, buen deportista e irreverente a toda costa. Era autocomplaciente, un verdadero putón de academia y le gustaba beber a espuertas. Se comportaba como la prima donna, como el perejil de todas las salsas públicas, un poco a la manera de Paris Hilton o una estrella de rock histérica y antisocial. Nos les caía muy bien a los mediocres igualitarios. Sócrates, enemigo de todos y de nadie, lo apadrina, le enseña los caminos de la dialéctica, pero el discípulo termina traicionándolo. Sí, el lado oscuro es más “fácil, más rápido, más seductor”. Después de todo, no sabía que no sabía nada.
Alcibíades se había creado demasiados enemigos. En realidad, no era más que un hijoputa engreído. Cuando los demos (los igualitarios) se enteran de que ha dañado una estatua sagrada de Hermes, ven la oportunidad para destruirlo, a pesar de sus notorios éxitos militares como comandante.
Alcibíades tuvo que exiliarse en Esparta, enemiga natural de Atenas, lo que enfureció aún más a los defensores de lo políticamente correcto. Fue condenado en ausencia. Esto, por supuesto, oscureció más la reputación del bueno de Sócrates, que ya es decir. Y aunque luego regresaría y su vida estaría marcada por exilios ocasionales, Alcibíades quedaría ya marcado por la cultura espartana, tan disciplinada y autoritaria. Imagínense al mejor discípulo de Einstein escribiendo un tratado de astrología y se harán una idea. Por lo demás, los demos meaban fuera de tiesto al creer que Atenas se había socratizado. ¿Acaso Marx era marxista?
Alcibíades era un gran arribista, un oportunista afortunado. En 404 a. C., tras dos siglos de triunfante apogeo, Esparta derrota a Atenas. Los aristoi (los mejores) atenienses no dudan en aliarse con los vencedores hasta que consiguen disolver el precario estado democrático. El nuevo estado lo crean Critias y Cármides, seguidores antaño de la contracultura socrática y -es muy curioso- familiares cercanos de Platón. ¿Dónde se escondía el cabroncete?
El orden creado por los Treinta Tiranos era obscenamente corrupto y sanguinario, y al menos tan arbitrario como el gulag de Stalin. Por supuesto, quisieron atraerse al bueno de Sócrates encargándole ciertos trabajos de extorsión a sus conciudadanos, pero no consintió. Siguió ridiculizando el nuevo gobierno, al igual que todos los anteriores.
Todo duró un año, tras lo cual se ordenó una amnistía general para los oligarcas. Nadie sería juzgado por sus crímenes anteriores. Los rencores, no obstante, no desaparecen y todos fijan su atención sobre el hombre de la mirada ausente, el mismo que algunos han visto discurriendo a solas bajo el pórtico, en voz alta, con el pelo revuelto. Ese, sí, el corruptor de menores, ese que zascandilea de aquí para allá. Sí, ese que hace preguntas y se las sabe todas. Sí, el gorrón.
Vamos todos a por él.
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