miércoles, 13 de junio de 2007

Jo, tía ( II )


El despacho no sólo era más pequeño, también estaba peor ventilado. Aunque le agradaba la idea de trabajar casi en el centro de Madrid, para escaparse durante la hora de la comida a Serrano o Fuencarral –según el presupuesto-, echaba de menos la amplitud de los estudios de Antena 3, donde Silvia comenzó como becaria. Siempre había creído que en su vida laboral habría un punto de no retorno a partir del cual era imposible empeorar. Lo supo cuando la contrataron por el doble de su sueldo en Canal 8 y se confirmó cuando, un año y medio después, le asignaron una secretaria. Se veía a sí misma como Sigourney Weaver en Armas de mujer: luchadora, segura y, no le costaba reconocerlo, un poco trepa. Sin embargo, sí había un punto de retorno. Lo estaba viviendo en ese mismo instante, sentada en aquella mazmorra de paredes blancas y un mobiliario más propio de una biblioteca municipal que de un moderno edificio de telecomunicaciones. Trató de animarse revisando su cuenta de correo, pero no funcionaba. No estaba de humor, precisamente.

Más allá de su despacho, repartidas en grupos de cuatro, se extendían las mesas del departamento de ficción. Esa mañana se puso un vestido de Duyos que, sabía, la hacía parecer más joven. Le gustaba la ironía que podrían desprender los estampados y el efecto que causaría entre las chicas. Un chic burgués podría desactivar a esa panda de buenrollistas adictos a Los Soprano, pero no convencerlos de que ella era uno de ellos. Casi lamentó su elección esa mañana cuando se encontró frente a frente con todos ellos y tuvo que largarles un inevitable pero breve presentación en la que dejaba claro cómo se las gastaba.

Uno a uno, todos fueron desfilando por su despacho. La primera fue una tal Tania y, por lo que pudo deducir, no tenía ninguna función específica dentro del departamento.

- Yo sirvo para muchas cosas, no sólo para hacer fotocopias. Me encantan tus zapatos –luego suspiró, como si no pudiera permitírselos y empezó a reír. Silvia advirtió que algo brillaba en su lengua.

- Es un piercing. Me lo hice en Londres el año pasado.

Sí que empezamos bien, pensó Silvia. Lo peor es que el traslado no incluía a su vieja secretaria, la sufrida pero eficiente Belén. Pronto desestimó la idea de formar a Tania. No quería pasar otra vez por la fase de pigmalión y verse comprometida por una chica que tenía pinta de irse de copas cinco días a la semana, tirando por lo bajo. Al fin y al cabo, esa misma mañana iba a entrevistar a una candidata. En cualquier caso, pronto comprendió que se enfrentaba al más heterogéneo batallón de colaboradores.

- No escribo muy bien, pero conozco todas las series. Mis favoritas son Friends y Bola de Dragón, no sé si ésta la conoces. Son dibujos japoneses, pero es como un culebrón. También me gustan las novelas de Marian Keyes. Ojalá se pudiera hacer algo parecido en la tele.

- ¿Algo parecido a qué?
- A las novelas de chicas de Marian Keyes –al ver la gélida reacción de Silvia, forzó una actitud de seriedad.
- ¿Quieres decir imitar?
- También se me da bien hablar con la gente de las productoras –y reanudó su sonrisa.

Silvia no lo dudó.

Aunque tenía veinte años y era bastante guapa, a Silvia le desagradó la candidez de esta chica que parecía querer comerse el mundo. Algo había en ella que la recordaba a una vieja amiga de la universidad, la misma que la había traicionado cuando trabajaban juntas en Antena 3 liándose con el que entonces era su novio, Luis Muñoz, un niñato que no tenía empacho en incluir como experiencia previa en su currículum su afición por las regatas, amén de ciertas amistades con políticos de centro derecha. Aún guardaba una copia en su caja de cosas memorables, junto a un pañuelo que perteneció a Pierce Brosnan y una pequeña brújula que encontró en un huevo Kinder durante una fiesta en Ibiza. Desde que Luis y su amiga se casaron, Silvia había fantaseado con su separación y sus posteriores y respectivas depresiones, aunque muy a su pesar estaban hechos el uno para el otro. No tendría esa suerte.

El siguiente en comparecer fue Josep, quien a sus treinta años recién cumplidos estaba a punto de convertirse en obeso mórbido. Silvia casi le compadeció al verlo sentarse en la silla, resoplando, y todo el aspecto de pasar los fines de semana encerrado en casa jugando a la Play. Silvia tenía una particular aversión por los hombres aficionados a las consolas de videojuegos. Tenía entendido, pues así se lo había contado una vieja amiga, que algunos hombres pueden pasar días enteros disparando contra horrendos monstruitos pixelados, mientras se olvidaban de que ahí fuera hay una mujer esperándoles. ¿Pero quién la esperaba a ella? Por su parte, ella nunca sucumbió al furor femenino por el Tetris. Bastante tenía entonces con las llagas que le producían la ortodoncia. Y por lo que respecta a los hombres, en ese momento tenía uno delante.

- Aquí pone que tras acabar la universidad rodaste un corto en dieciséis milímetros. Pero no pone el título. –Silvia levantó los ojos del papel, justo en el instante en que la nerviosa mirada de Josep se batía en retirada de su pecho. Silvia sintió una leve chispa de vanidad e hizo como si no se diera cuenta. Josep sufrió tratando de no balbucear.

- Pan y pedos en el Oeste… Una comedia… Es decir, una… ¿Cómo se dice?... Un falso biopic… Esto,… salía Alejo Aladro. – las mejillas coloradotas le daban el aspecto de una bola de navidad.

Alejo Aladro, el actor de moda que hacía furor en Coleguitas, una serie de la competencia que había recibido multitud de premios y que un crítico de televisión de El País había definido como “una impostura metalinguística en la que se dan la mano la alta comedia americana de los cuarenta con el insobornable espíritu del gag de extrarradio y el palillo en la boca”. Silvia los tenía a todos enfilados, por su palabrería y ese tonillo condescendiente del que sienta cátedra todos los días para desayunar. Desconfiaba sobre todo de los típicos intelectuales que aún se aferran desesperadamente a sus cuellos mao y se acompañan con palabras como indefectible, taumatúrgico y apodíctico. No se había convertido en una temida directora de programas para le viniera un mirón a decirle cómo debía construirse la modernidad televisiva. Por lo tanto, no le impresionaba el breve aunque intenso currículo de Josep, ni sus solapadas aunque pretendidas maneras de auteur. Viéndolo ahí sentado, parecía un muy poquita cosa. Por supuesto, su serie favorita era Los Soprano.

Lo cierto es que desde hacía muchísimo tiempo Silvia no había sentido tanta inseguridad. Sospechaba que su nuevo puesto, lejos de catapultarla hacia nuevos horizontes, la orillaba en el limbo de los que están a punto de fracasar. Hasta entonces su carrera, forjada con esfuerzo y, no está de más decirlo –se dijo-, áspera determinación, le había recompensado tempranamente con el éxito. Cierto que no era lo que se dice todo un personaje. Había tenido que sacrificar cierta cuota de simpatía para confeccionarse un traje a la medida de su ambición. No caía bien a sus compañeros, lo que, lejos de desanimarla, afianzaba aún más su propio convencimiento. El odio que suscitaba era sólo el efecto residual de su propia imagen, manipulada por los mediocres que querían verla caer en desgracia. ¿Y si, como ya había empezado a temer, su nuevo cargo era sólo una forma de desubicarla? Aunque estaba dispuesta a ponerse las pilas, sabía que el departamento de ficción no era precisamente el jardín de las delicias. No le asustaba el trabajo duro, pero sus opciones, reconocía con pesar, habían disminuido. Lo único que podía hacer era sobreponerse a su circunstancia. Ganar como sólo ella sabía hacerlo.

Cuando Josep salió de su despacho, pudo seguirlo con la mirada. Sus compañeros levantaron las cabezas de los monitores, expectantes. Aunque no podía verlo, sabía que el rostro de Josep trataba de transmitirles cierta complicidad. Silvia estaba acostumbrada a ese tipo de reacciones. Eran parte de su trabajo. De espaldas, Josep adquiría otro perfil. Un cobarde, se dijo, un cobarde poco peligroso que actúa siempre entre las sombras. Al fondo, bullía el contorno de una gastada camisa de Custo. Era Tania, luciendo protagonismo explicando su experiencia en el interior de la boca del lobo.

Con Maite las cosas tomaron otro cariz. Para empezar, inspiraba cierta aunque incómoda profesionalidad. Llevaba quince años en el departamento y transpiraba una tranquila desesperación. Cuando le comentó lo que, a su juicio, necesitaba la emisora para obtener una audiencia rentable para sus teleseries, ella le reconoció que no podían limitarse a copiar los formatos de sus competidores.

- El problema –dijo, enfrentándose a su mirada- es que hasta ahora nos hemos limitado a hacer costumbrismo. En estos momentos, tenemos tres series de producción propia y dos en preproducción. Todas están planteadas en los mismos términos. No diversificamos las audiencias.

Silvia no le iba a hacer el juego. De momento, hasta que empezara a familiarizarse con su puesto, ella se dejaría hacer. Como organizadora, sabía que los silencios no la comprometían. Se limitó a encajar imperturbable las opiniones de Maite, un poco subidas de tono cuando se refirió de forma indirecta a la política de los directivos.

- No se trata de hacer algo como Sexo en Nueva York. No tenemos los medios. Todo empieza por el guión. Y los guiones que nos están llegando carecen por completo de originalidad. Como esta biblia que me han enviado esta mañana – y la dejó caer con suficiencia sobre la mesa, gestó que no gustó nada a Silvia.

Silvia sabía que todas las semanas llegaban no menos de diez biblias al departamento. Una biblia era la forma en que los guionistas presentaban un nuevo proyecto a la cadena. Habitualmente, las biblias las presentaban las propias productoras con la esperanza de que la cadena decidiera grabarlas. Contenían una sinopsis general del argumento, un mapa de personajes y una estimación de su audiencia potencial. En algunos casos, las biblias contenían un primer episodio desarrollado, pero en la mayoría de los casos se limitaban a describir el plan general de la serie. Lo más habitual era que los autores trataran de ensalzar sus propias ideas, vendiéndolas como si fueran originalísimas y convencidos de su inevitable éxito entre el público. Silvia sabía que la mayor parte de las biblias eran necesariamente rechazadas, precisamente por su falta de originalidad o su descaro a la hora mezclar, con total impunidad, elementos de otras series de prestigio, en su mayoría americanas. Exactamente como el narrador omnisciente de esta narración que, ya, justo ahora, termina en su segundo capítulo.

(To be continued)

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