miércoles, 13 de junio de 2007

Jo, tía ( I )


Desde hacía semanas la atmósfera en Canal 8 estaba cargada de tensión. Todos suponían que la llegada del nuevo equipo directivo se saldaría con despidos y nuevas contrataciones, pero Sandra, que nunca se dejaba llevar por el pánico que producían los rumores, sabía que aquello no duraría mucho. En su despacho, decorado con un exquisito aunque improvisado toque moderno, se respiraba absoluto control. En las paredes color melocotón, corchos de color oscuro con todos los puntos importantes del orden del día; sobre la mesa, un portátil de última generación mostraba las diapositivas de Power Point para la presentación del último proyecto de la cadena, un magazine nocturno para mujeres que, por supuesto, ella misma presentaría. Había trabajado mucho durante las últimas semanas, fines de semana incluidos, y hoy se había prometido acudir por fin al gimnasio. Todo estaba en perfecto orden hasta el momento en que su secretaria llamó a su despacho.

- ¿Estás ocupada? –preguntó Belén, quien temía no haberla cogido en buen momento.


- No, pasa.


- ¿Han llamado de arriba? Fabrizio quiere verte. Dice que es importante.


- ¿Te ha dicho para qué era? –recalcando con la voz lo importante que eran los detalles de una conversación telefónica, y más en este caso.


- No –e hizo una pausa para justificar su culpabilidad-. Han echado a Roberto.


- ¿En serio? –y mentalmente añadió: no me extraña nada.

Belén se quedó unos instantes junto a la puerta, luego giró sobre sus talones. Cuando iba a salir, Sandra la detuvo con un gesto de la mano y le indicó que esperase. Abrió un cajón de su mesa y extrajo una carpeta llena de informes y estudios de mercado. Sandra era una experta creadora de instantes de suspense. Una de sus mejores habilidades consistía en descolocar a un interlocutor con pequeños pero constantes silencios, de esa manera conseguía ponerlo nervioso.

- Subiré en diez minutos. Toma, haz una copia y pásala a producción.

Así que Fabrizio Burri, el hombre fuerte del departamento de contenidos, quería hablar con ella. Desde que el nuevo consejero delegado comenzara a deambular por los pasillos, todos en la emisora sabían que las cosas, tarde o temprano, iban a cambiar. Ya lo habían hecho para ella cuando, a la semana, su jefa fue sometida a una humillante ronda de reuniones que se saldaron con el despido de todo su equipo. Sólo ella, Silvia, se había salvado del pequeño genocidio laboral que se había producido. Sus continuas desavenencias con Marga la habían excluido de la quema, pero no de las murmuraciones que el resto de sus compañeros le dedicaban cuando la veían caminar, con decidido paso, por los angostos pasillos del Canal 8. Llegará lejos, solían decir, como si su falta de escrúpulos hiciera inevitable su viaje estratosférico hacia el éxito.

Silvia tuvo que esperar veinte minutos fuera de la sala de reuniones. Frente a ella, en una mesa llena de papeles, se sentaba una secretaria de aspecto anodino, vestido con una falda globo de color verde y un top negro que dejaban ver unos pechos prietos y redondos. El tipo de chica, pensó, que se mantenía alerta las veinticuatro horas del día e invertía gran parte de su sueldo en comprar trapos en el Zara, sucedáneos de la ropa de firma que Silvia sí podía permitirse. Tenía una palabra para definir aquello, una palabra que se repetía en su cabeza desde los tiempos en que era una simple aunque abnegada becaria. Ertsatz, se dijo mentalmente. Ertsatz. Aunque su inglés, adquirido durante un semestre en Dublín, era excelente, siempre lamentó no haber aprendido alemán, el idioma, le había contado su novio, de la filosofía. Uno de sus pasatiempos favoritos era descubrir palabras en otros idiomas que tuvieran un significado revelador. Ertsatz, por ejemplo, le gustaba porque definía a aquellos productos sustitutivos que, en tiempo de carestía, se vendían en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, como el café de bellota. Para Silvia, Ertsatz eran los ridículos zapatos de marisabidilla que llevaba la secretaria, parecidos a unos Sergio Rossi de la temporada anterior.

En la sala de juntas, Fabrizio comentaba con Tomás, director de contenidos de Canal 8, su último viaje en barco por Menorca.

- Ando un poco pillado de tiempo. Tal vez debería entrar –comentó Tomás, que lo ignoraba todo acerca del mar.
- Pero lo mejor, sin duda, es cuando al atardecer bajamos del barco y fuimos a cenar a Monteverde. ¿Sabes quién estaba allí? Adivínalo.
- No sé. ¿Quién estaba allí? –preguntó casi obligado por el entusiasmo de su amigo y superior.
- Carlos. El muy cabrón se ha comprado otro barco.

Tomás no dijo nada. Estaba acostumbrado a escuchar las peripecias de su viejo compañero de universidad, pero últimamente encontraba cargante tener que escuchar sus pormenorizadas hazañas náuticas. A él no se le ocurría hablarle de sus fines de semana en Los Molinos, un pueblo de la sierra de Madrid donde solía pasar los fines de semana escribiendo una interminable novela generacional. Pero era su jefe y era su amigo.

- Bueno, dejamos que entre –accedió Fabrizio con desgana, como si fuera un penoso trámite.

Cuando Silvia entró, la actitud de ambos había cambiado.

-Siéntate, Silvia. –le ofreció Carlos, con la elegante disposición de un distinguido y veterano canoso.

Ella se sentó, armoniosa, cruzando suavemente los pies, pasándose la mano por su pelo color caramel y esbozando una sonrisa que dejaba traslucir un seguro pero radiante estado de beatitud. Luego se ajustó el brazalete de su brazo derecho. Estaba estupenda con aquel conjunto de chaqueta azul de Sybilla. Lo sabía porque Carlos fingía no mirarla y Fabrizio, cuya fama de mujeriego era bien conocida, lo hacía de forma general, como tratando de encontrarle algún defecto.

- Contigo queríamos hablar –dijo Fabrizio-. Y el tono no le gustó, como si aquellas palabras no pudiesen ser pronunciadas o no estuviesen previstas -Silvia, como un resorte, se tensó en la silla. Su rostro seguía sonriendo, pero en su ánimo se cruzó una sombra de alarma-. Nos gusta mucho como trabajas. Hemos leído hasta la última coma del proyecto que presentaste la semana pasada. Y créeme que nos gusta. Nos gusta mucho.
- Creo que es bueno en este momento para la cadena renovar su imagen con un magazine más moderno –apostilló Silvia, arrepintiéndose de la forma en que había elegido sus palabras. Algo no iba bien. Lo sabía.
- Totalmente de acuerdo –añadió Tomás, con suave pero irritante condescendencia.

¿Era posible que estuviese pasando aquello? Silvia se había dejado el pellejo en aquella idea y ahora, lo presentía, iba a ocurrir algo que no entraba en sus planes. Tras el aparatoso despido de Marga, había dado por supuesto que la vacante sería para ella. En esos instantes comprendía demasiado bien que sus ilusiones eran infundadas, que había ocupado temporalmente el puesto de su ex jefa. Qué tonta había sido.

- El caso es que tenemos problemas con el departamento de ficción. Como sabrás, la semana pasada retiramos de parrilla la serie Las chicas de Serrano. Era la gran apuesta de la cadena para la temporada –Fabrizio la miraba a los ojos, con fijeza, y ella no podía escapar de su escrutinio.

- En estos momentos sólo nos salvan las reposiciones. Mientras, nuestros rivales han aumentado en dos puntos su audiencia –aumentó Carlos, en lo que parecía una coordinada estrategia retórica.
- Comprendo –musitó Silvia con un matiz apagado.
-Queremos que tomes el mando. Queremos que reorganices todo el departamento. ¿Cuánto tiempo llevas en el Canal 8? ¿Doce años? –Tomás miraba unos papeles encuadernados con el logo de la emisora, dos círculos negros que semejaban dos bolas de billar.
- El mes que viene hago trece años.
- Esto es una recompensa y una muestra de nuestra absoluta confianza en tus posibilidades – Tomás, como era habitual, se encargaba de los aspectos positivos de las reestructuraciones.

Silvia asentía, tratando de detener la marcha de su hormigonera mental. Sentía que su cuerpo se escurría en la silla. Cada palabra de sus interlocutores tenía el efecto de un golpe de sal en el pecho. No podía ser. Durante un momento, se quedó mirando la punta de sus zapatos. Ertsatz, y la palabra se iluminó como un neón en su decepcionada cabeza. Todo encajaba. Habían echado a Roberto y ella iba a sustituirlo.

- Lo más importante es tener mano izquierda con las productoras, pero sobre todo tener buen ojo. Como sabrás, Roberto últimamente no daba pie con bola, como quien dice. Necesitamos a alguien como tú, alguien que esté al tanto de las tendencias y sepa anticiparse. Sabemos que eres una organizadora extraordinaria, pero también que nunca habías trabajado en ficción –la típica palabrería de ejecutivo en boca de Tomás adquiría la grandeza de un general romano arengando a sus tropas-. Y sabemos que no te asustan los desafíos.
- Si la memoria no me falla, sólo tienes treinta y seis años –remató Tomás.

Sí, tenía treinta y seis años y no le asustaban los desafíos, pero no había trabajado en programas para que ahora, a punto de convertirse en una estrella, le destinaran al lúgubre departamento de ficción, ese secadero de guionistas, productores y analistas donde se confeccionaban absurdas tramas sentimentales y comedias costumbristas que ella detestaba. Aunque las veía por motivos de trabajo, le desagradaban los tópicos argumentales con que se desarrollaban. Silvia había cumplido con Canal 8. Había sacrificado su juventud, se había levantado a las seis todas las mañanas, acudía regularmente a las fiestas, se apuntaba a todos los cursos de reciclaje, trabajaba hasta catorce horas diarias. Sí, los directivos de Canal 8 no tenían problemas en recolocar a su plantilla y recompensarla con sueldos tercermundistas. Lo que no esperaba es que aquello le estuviera sucediendo a ella. No entraba dentro de sus planes el abandonar sus importantísimos contactos en el mundo de la moda. Pero lo peor, sin duda, era lo rápido que estaba sucediendo todo. La noche anterior había fantaseado sobre la reunión, imaginado cada respuesta que daría a Fabrizio, convencido de las posibilidades que le ofrecían su imagen y su talento, segura de que en menos de un año el programa que presentaría subiría como burbujas de champán a la fama televisiva.

- Te necesitamos –confesó Tomás, pero las palabras sonaron huecas, carentes de sentido.
- Estamos buscando a una directora a la que no le asuste pelearse con las productoras, alguien capaz de templar los ánimos de un guionista con aires de grandeza. Creemos que reúnes todas esas cualidades.
- ¿Qué hay de mi proyecto? –Silvia lamentó en el acto su falta de tacto.
- La franja de la medianoche ya está cubierta. Hemos contratado a Piluca Montes.

Dios mío, no podía ser que hubiesen llamado a esa hortera de mercadillo. Pero si la noche le venía tan mal como un trench de imitación de Burberry. Y además, con ese culo…

- Ya lo habíamos apalabrado antes de lo de Marga. Fue la primera persona en la que se pensó para cubrir su puesto. Su proyecto nos convenció –Fabrizio se pasó la mano por su espeso pelo, tratando de obviar el hecho de que Piluca y él habían salido juntos.

El culo de Piluca Montes no estaba tan mal para alguien que practicaba pilates todos los días. Silvia estaba particularmente orgullosa del suyo, pequeño y torneado, trabajado en duras sesiones de aqua spinning pero gozaba estimando a la baja el de sus competidoras. Sabía que era una actitud infantil, pero eso no le arrebataba la satisfacción de despreciar el culo de una rival como Piluca, actriz/presentadora cuya trayectoria Silvia siempre definió como oportunista. Secretamente odiaba el mundo de los actores barra modelo barra presentadores, aficionados que se amparaban en sus físicos de escándalo para presentar concursos absurdos o participar como colaboradores en tertulias de famosos. Ella era una profesional, una profesional con un culo luchador y desenvuelto.

- Empiezas la semana que viene. Mismo sueldo –atajó Fabrizio, que no intuía la hecatombe moral que se estaba produciendo en el interior de Silvia.

Fabricio y Tomás la miraron con misterioso interés, casi expectantes. Silvia tuvo que disimular. En su fuero interno –y el suyo hervía como la lava de un volcán-, no podía dejar de sentirse decepcionada. Así que esa era la manera en que Fabrizio la recompensaba, enviándole a la vieja nave de la cadena, un tugurio mal ventilado donde se almacenaban guionistas con gafas de pasta y redactoras alternativas vestidas con faldas jipis. Allí, a supervisar los delirios dramáticos de personajes esquematizados, a corregir subtramas de juzgado de guardia y dirigir un departamento compuesto por veinteañeros recién salidos de la facultad de Imagen y Sonido dispuestos a escribir la gran novela televisada.

Cuando salió de la sala de juntas, sabía que el rumor de su traslado pronto se extendería por toda la cadena. Sabía, además, que nadie iba a echarla de menos por allí. Tenía fama de borde y despiadada. Sus comentarios solían ser letales, tan ponzoñosos que muchos de hecho se alegrarían de verla lejos de los platós. El viernes al mediodía, cuando Silvia comenzó a trasladar sus cosas, las maquilladoras la llamaron para festejar su nombramiento. La inevitable despedida se saldó con vino blanco en vasos de plástico, patatas fritas y cacahuetes. Estaban todos, incluidos los chicos de producción, que se abalanzabanon sobre las salchichas de cóctel como chacales desnutridos. Ertsatz, gritó mentalmente. Cuando le despedida de Silvia dejó de interesar, ya que nadie había tenido valor para festejarla con grandes palabras, entonces apareció Tomás, que solía aparecer cuando se despedía un empleado o, como era este el caso, se humillaba públicamente a un empleado con una recolocación. Afortunadamente, el discurso apenas duró cinco minutos y se saldó con un desinterés generalizado hasta que una chica apareció con un enorme tarjetón lleno de alegres dedicatorias. Más tarde, ya en casa, Silvia se encontraría con un clarísimo y exclamatorio: Que te jodan. Su autora, sabía Silvia, era una de las chicas que habían trabajado a sus órdenes, una tal Begoña que debía tener una salud precaria, dada la facilidad para darse de baja proverbialmente en fechas señaladas. Silvia encajó todo aquello como si de verdad estuviera ilusionada. No les iba a dar el gusto de dejarse ver jodida y bien frustrada.

- Gracias a todos, pero tengo que irme. Aún no he terminado la mudanza.
- Claro –dijeron a coro sus antiguas subordinadas-. Y ánimo.

Justo cuando salía por la puerta, pudo escuchar un comentario en voz baja.

- ¿Pero has visto su cara? – Era Begoña en el centro de un sonriente corrillo.

La fiesta duró hasta que se terminó el vino. Entonces a una tal Verónica, redactora de sociedad, se le ocurrió seguir con las celebraciones fuera de trabajo. Todos aplaudieron entusiasmados. Era viernes y todo el mundo tenía ganas de marcha. Esa noche Verónica bailaría como una loca en el Skizo y un año más tarde se casaría con Víctor, realizador del matinal. Por su parte, Begoña, que no podía ocultar la satisfacción por el despido de su jefa, se enrolló con un jovencísimo cámara en su destartalado piso de Malasaña. Jorge Saldaña, el regidor de Hablando por los codos, lo intentó con Lola, de maquillaje, pero tuvo que desistir cuando tuvieron que llevarla al baño para vomitar. Fue una gran noche.

No hay comentarios: